Cínico sería negar la existencia de elites, corrupción y la imposición de un talante neoliberal en la UNAM. Innegable es el entusiasmo con que desde las estructuras institucionales se abrazó dicho perfil, que a su cobijo se empoderaron aún más las ya de por sí empoderadas elites académicas, y que la corrupción se convirtió en moneda corriente de la institución, aunque justo es decirlo, ésta le antecede por mucho a la vena neoliberal. Pero una cosa es que desde arriba se haya impuesto esta lógica, con la aquiescencia de no pocos ubicados en la base de la estructura piramidal, y otra cosa es que la UNAM tenga una “esencia” a la que se traicionó en décadas recientes.
El ex rector Javier Barros Sierra, en tiempos oscuros, álgidos, de amenaza a la UNAM por parte del gobierno federal en turno, afirmó que la discrepancia es la esencia de la universidad. Aquel discurso lo concluyó con una conminación a manifestarla pacíficamente. Si es que existe algo así como una esencia universitaria, efectivamente sería ésta (¿acaso se olvida la postura de la libre cátedra frente a lo que intentaba imponerle el gobierno posrevolucioanario?). Esto es lo que, con sus generalizaciones muy básicas y chocantes, desprecia el titular del Poder Ejecutivo mexicano. Probablemente añora cuando la UNAM era la sucursal de burócratas y presidentes de infausta memoria. Pero en esta añoranza hay mala fe. Se olvida que, sea cual sea el perfil del gobierno en turno, esa burocracia sigue saliendo, mayoritariamente, de la UNAM.
Por esa misma razón es tan incómodo que ahora sean panistas y priistas los que estén dispuestos a defender a la universidad más importante del país frente a lo que muy elementalmente se entiende como un ataque presidencial. No es que carezcan de derecho, muchos de ellos son egresados de la Máxima Casa de Estudios. Pero pocas cosas más ofensivas para le memoria de la resistencia universitaria contra el neoliberalismo, contra lo que representó el PRI (¿cómo olvidar la majestuosa pedrada a Luis Echeverría?), que estos políticos gritando el Goya universitario.
Pero, así como la estructura institucional universitaria hace lo que sea para mantener sus privilegios –algunos, antaño, defendiendo la meritocracia y las cuotas en la UNAM, ahora haciéndose pasar por pensadores críticos desde el régimen–, así en la universidad también existe y ha existido una oposición crítica al régimen neoliberal o estatalista que en muchos sentidos es más consistente, inteligente y coherente que algunos desvaríos públicos con fines distractores. Y es una oposición porfiada, convencida, militante. Ella persiste, no obstante haber otorgado su voto al actual titular del Ejecutivo. Es una oposición que discrepa, sobre todo frente a la fe cívica básica de la que suele hacerse gala públicamente todos los días.
Mal haría esa masa universitaria opositora en confrontarse con el Ejecutivo: no es que haya peligro en eso, sino que poco se gana cuando lo básico es eje del discurso y su motivo es la distracción. En cambio, lo que sí importa es repensar esta universidad, desmontar su estructura, y aventurarse a algo nuevo, más allá del lema “Juntos haremos historia”, que ahora se usa hasta para postularse como candidato a órganos académicos institucionales de la UNAM.
Es cierto, en esta universidad prevalecen vientos neoliberales, elites académicas monopólicas, corrupción, pero afortunadamente es más que eso y lo es a pesar de eso. Y no, no por eso ella se “ha desligado” del pueblo; algunos siempre han estado desligados; otros desde espacios muy distintos, la ven con cuita; otros, desde adentro, bregan todos los días por que esa ligazón sea más productiva, más inteligente, más trascendente. Ninguna descalificación, sea cual sea su tamaño, logrará que ésta se hunda, como tampoco la ayuda la defensa formal de sus autoridades, cuyos talentos, no cabe duda, parecen disminuidos.