domingo, diciembre 27, 2020

Es hora

A los 30 años corroboré lo intuido desde pequeño: no soy bueno para cumplir promesas. Para eso, como para otras muchas cosas, soy un fiasco. Tal es la razón por la que suelo no prometer; hacerlo en mi caso conduce a una puerta falsa.

Cuando cumplí tres décadas supe que mis proyectos, nada inteligentes, se habían ido a la mierda. A partir de entonces me quedó claro que comencé a vivir de más sin mucha idea del porvenir. No cabe duda, ese porvenir fue más que amable conmigo; me obsequió amistades, miradas, sonrisas, cariños, amores, quereres, deseos, palabras, imágenes, paisajes, que me llenaron –y lo siguen haciendo– de alegría y felicidad infinitas que se sumaron a mis quereres y alegrías primordiales de mis veintes. Pero si bien todo eso logró mitigar la incomodidad de haber faltado a la promesa que me hice, no la eliminó.

Hoy llego a otro horizonte con aquella incomodidad a cuestas. Cierto es que lo hago acompañado de la mayoría de quienes alegrías y felicidad me han dado a lo largo de décadas y de años. Lo agradezco tanto. Pero, siempre los malditos peros, arribo a las puertas de un lapso del que quise huir y al que me prometí faltar. Se trata de uno que además me atrae muy poco, casi nada. Mi curiosidad, si acaso existe, hurga en el declive y la decadencia. Sigo viviendo de más pero carezco de lo que hace dos décadas me salvó de mi fallida promesa: una innata tendencia a la pirotecnia. Lo digo sin soberbia, me salía bien.

Dice Silvio en una canción que no sabe ir más allá en días poco inteligentes. Yo me digo que no debí ir más allá. Pero aquí estoy. Sobrio –lo cual en sí mismo es una tragedia– comienzo a observar las capas de polvo que, acumuladas, terminarán por ahogarme. Ojalá fuese antes que después, pero sospecho se trata de una vana ilusión. Es hora de trazar sobre el polvo y ya no más sobre el horizonte: un remedo de arte karensasui y ya no el de la pirotecnia. Que no se me acuse de no saber reinventarme pese a todo, por más que aquella incomodidad sea mi fastidiosa “piedrita” en el zapato.

jueves, diciembre 24, 2020

Un nuevo virus

 En México, y supongo en otras partes del mundo, hay otro virus flotando en el aire. Se trata de un virus que transforma a los que antaño se autodenominaban “de izquierda”–nosotros que somos de izquierda, decían– en noveles “liberales” –cuya ambigüedad tiene poco que ver con los decimonónicos– o “socialdemócratas” –en su vertiente más acomodaticia–; que convierte a los otrora defensores de la “democracia” (representativa, por supuesto) en fervientes adeptos de la reelección y el centralismo “de base social”; que vuelve a los “críticos” –rabiosos críticos en el pasado– en lisonjeros del poder; que produce miopía en lo que antes era mirada supuestamente profunda, una miopía ensimismada en la coyuntura (electoral, sobre todo). Este virus es peor que aquel otro que vuelve a los conservadores de siempre en pésimos críticos de la realidad. Este virus, que algunos ya consignan y del que otros hablan tímidamente para no ser exiliados de la palestra embravecida, parece no tener vacuna ni ceder ante la distancia social. Es un virus que se propaga con gran velocidad. Entre sus secuelas están los “res”: resignación, reasignación, reacomodo, reiteración, redefinición, remilitarización, reencantamiento, redobles en su centro la tierra, etcétera.

viernes, diciembre 11, 2020

¿Bailas?

 Hoy, por la mañana, sentado en una banca del parque, realizaba mis ejercicios para el cuello, cuando un par de niños –hermana y hermano supongo– se acercaron curiosos a mí. Les vi llegar con una mujer y realizar una estrategia paulatina de acercamiento. La niña me preguntó si estaba bailando. Le dije que no, quitándome los audífonos. El niño hizo su pregunta: ¿qué haces? Ejercicios para el cuello, respondí. Inclinando sus cabezas haca uno de sus hombros, casi al unísono dijeron con asombro ¡¿para el cuello?! al tiempo que instintivamente tocaron sus nucas. Sí, les respondí. Hay que ejercitar todo el cuerpo si no quieren que con el tiempo algunas partes de él se les eche a perder, se les quede tieso e inservible, proseguí casi arrepentido de haber planteado así las cosas. Sus ojitos se abrieron mucho, como soles pugnando por amanecer. Eso incluye su cerebro, les dije. En ese momento la señora les llamó por su nombre. Agitaron sus manos en señal de despedida mientras corrían alegremente hacia ella. Cosas que has de ver me dije, mientras comenzaba a ejercitar mis ojos y volvía a colocar mis audífonos para continuar escuchando “El día de mi suerte” con Héctor Lavoe.