Me preguntan el motivo de mi fascinación por Lisboa. Creo que ella es la representación de un tipo de vida a la que me adscribí sin saberlo: laberíntica, llena de callejones aparentemente sin salida, inundada de terrazas en las que se vive el placer del gusto, de la mirada, del olfato; en la que escaleras sirven para subir y bajar, perderse, y en algún escalón hundirse en la mirada, los labios, el cuerpo de una mujer. De Lisboa, como de cierto tipo de vida, me gusta su majestuosidad marcada por la pátina del tiempo, sus heridas, los rastros de la decadencia, su voluntad imperial que lejos de ser presumible es un lastre oneroso que artistas gráficos intervienen, cuestionan, redefinen. De ella y de la vida me gusta su provocación persistente, su gana de reinventarse, su discreto recuerdo de la revolución, que no llega a ser un afiche y que parece estar de acuerdo con aquello de que un revolucionario no muere para colgar su imagen en la pared, como se dijo por estos lares en el 68. De Lisboa me gusta su sugerencia que allí, a las orillas del Tajo, y un poco más allá, en confluencia con el Atlántico, todo comienza y todo termina. Así la vida, la nuestra, la mía: hay un punto donde todo comienza y todo termina. Ojalá el mío fuese siempre tan bello como el Tajo.