Desde los sucesos de 1985 surgió con mayor fuerza el estudio de los desastres y las políticas públicas correspondientes. Desde entonces, se ha insistido con razón que los desastres no son naturales, sino sociales. En otras palabras, que los fenómenos naturales pueden derivar en desastres sociales. Esta idea central atribuye las responsabilidades de éstos al lugar que le corresponden, la sociedad, y no a la naturaleza, como insisten los comentaristas de los medios masivos de comunicación al llamarlos “desastres naturales”.
La diferencia entre atribuir responsabilidades a la sociedad o a la naturaleza en caso de desastre es abismal. Decantarse por calificar como natural lo que es social tiene severas implicaciones; entre otras, asumir lo sucedido como inevitable, omitir los señalamientos, imputaciones y castigos correspondientes, exaltar la capacidad de reacción, eso, de reacción, a la hora de la hora. Ayer un taxista me decía, comentando lo que actualmente está en curso en partes de la ciudad de México: “Patrón, es que los mexicanos somos unos chingones, cuando nos necesitamos allí estamos”. Hoy, 24 de septiembre, Enrique Krauze hace lo propio con los jóvenes que semanas atrás no veía políticamente activos. Fascinado afirma que están demostrando estar “listos para reaccionar cuando la naturaleza golpea”.
La naturaleza no golpea ni pone a prueba. Ella sigue sus procesos. Que ellos deriven en desastres sociales debiera hacernos recordar nuestra condición de dependencia estructural de ella. Hablar de “desastres naturales” o de que “ella golpea” es usar deliberadamente un discurso de corte militar que, ensoberbecido, coloca a “señor del universo” acosado por una “entidad malévola” que le da por golpearnos, acosarnos con desastres.
Del lado de las responsabilidades sociales tampoco se puede asumir un mea culpa general para eximir a quienes tienen una culpa innegable al proceder con falta de planeación, corrupción y sometimiento a las presiones de quienes en el afán de negocio se inclinan por la ganancia sin consideración de la vida y de eso con lo mantenemos una relación de dependencia.
Nuestro país tiene problemas que van desde una permanente centralización que satura zonas y territorios hasta una persistente desigualdad que no desaparecen en momentos de emergencia, sino que se refuerzan. En el caso de la ciudad de México esto ha sido evidente en zonas afectadas como Xochimilco y en zonas similares en los estados en este desastre social y en otros recientes. ¿Recuerdan a Peña Nieto diciéndole a los pobladores de una zona de Chiapas afectados por el sismo previo al del 19 que los iban a atender en la clínica inexistente del lugar?
Si bien el aplauso es necesario y debe ser fortísimo para todos los que de una u otra manera, con afán protagónico y sin él, de manera escandalosa o calladamente, han ayudado en las tareas de rescate desde el 19 de septiembre del presente, lo que está en juego es la vida. Esto implica no solamente salvar vidas, oponerse a las medidas frías de gobiernos y empresas urgidos por cerrar el reciente capítulo, como demoler edificios derruidos sin importar la vida de los atrapados y los cuerpos de los allí sepultados, sino en afirmar que esto no debió de suceder; que no estamos para “reaccionar” solamente; que hay responsabilidades muy específicas que deben ser señaladas, castigadas; y que este país debe repensarse desde su centralismo hasta su desigualdad, esas realidades hoy puestas de nuevo al descubierto de manera dolorosa y artera, frente a las cuales las estructuras de poder no tienen absolutamente nada que decirnos porque en buena medida son creadoras de este desastre social y otros muchos que hemos vivido y que vivimos cotidianamente.
¿Podremos decirnos nosotros algo a nosotros mismos más allá de “estar listos cuando la naturaleza golpea”? Eso está por verse.