Nunca supe cómo ni cuándo sucedió. Pese a todos mis cuidados, mi amuleto, particularmente significativo por la persona que lo escogió y lo trajo desde los territorios liberados de Chiapas, se rompió. Por supuesto, cuando lo vi, me puse triste pero no le di mayor importancia. Con delicadeza, en un pedazo de seda guardé las dos partes que antes eran una sola.
Sin buscarlo me lo encontré. Al desenvolver la seda me sobrecogió ver las dos partes de mi amuleto. Por un instante pensé que lo sucedido de alguna manera presagió mis propias rupturas: la del tendón, la del conducto inguinal, las otras. No pude dejar de sentirme hipnotizado por esas dos partes. Una hipnosis que casi inmediatamente se convirtió en angustia por no poder precisar si por descuido o “destino” se rompió.
Lentamente hago el intento de unir ambas piezas que para mi sorpresa embonan perfectamente. Por una mera ilusión óptica parece quedar completo y reparado. No obstante, sobre su superficie aparentemente reconstruida todavía puede observarse un pequeño orificio que no oculta la grieta que rompe su ilusoria unidad. Aún así, con una mezcla de alegría y tristeza, lo tomo para ponérmelo en el corazón, después en la boca, luego en la frente. Diría que este acto lo hice instintivamente pero mentiría, lo vi en algún documental o película. Dudo de su magia, pero ofrece consuelo; tranquiliza mis pensamientos, regula el latido del corazón.
Lo dejo así, ficticiamente arreglado, sobre la mesa de trabajo mientras pienso en ese maravilloso párrafo de Pessoa que mi hermano me hizo llegar con la intención de mitigar el desequilibrio de mi ánimo. El poeta portugués instruye sobre el cambio y la travesía para no quedarse al margen de uno mismo. Habla de la necesidad de dejar la ropa amoldada al cuerpo, los caminos conocidos que conducen al mismo lugar. Con todo, no dice nada de cuando la ropa, los caminos, la persona misma y su voluntad están rotos. Hay que emprender la travesía sí, pero roto. No es lo mismo, aunque parezca igual.
Es aquí cuando mi amuleto decide darme una lección inolvidable: reconstruir lo roto exige algo de arte, cuidado y ternura, aunque nunca podrá ahuyentarse u olvidarse por completo su evidente fragilidad. Ahí está el pequeño orificio que revela la grieta, la ausencia que hace imposible la unidad definitiva, una unidad que no podrá alejarse de las riveras de la añoranza. No hay manera de olvidar que está roto, que se está roto: en mi caso las cicatrices de mi dedo, de mi ingle, las heridas de mi alma que espero pronto se vuelvan cicatrices no me lo dejarán olvidar nunca, pese a los parabienes de quienes con actos de cariño, sonrisas y manos tendidas hicieron y siguen haciendo de manera sincera, sin abandonar el barco en picada, acto de presencia en estos meses difíciles. Un puñado de personas se ha vuelto un conjunto de pequeños oasis de existencia en medio de un cúmulo de heridas, cicatrices, dolores, sinsabores.
Quizá a esta condición se refiera el novelista Vernon Subutex con aquello de que pasados los cuarenta todos parecemos una ciudad bombardeada: eso nunca pasa del todo, nunca se olvida, está presente en lo material, en lo espiritual, en la memoria. Pero así, roto y bombardeado, hay que emprender la travesía. No se trata de la necesidad de abandonar la comodidad para no perderse sino de una suerte de urgencia artística, cariñosa y paciente para con uno mismo si lo que se quiere es en verdad seguir viviendo de una u otra forma, pese a saber de la fragilidad, de que en cualquier momento vendrá de nuevo el golpe preciso en la grieta que nos hará estallar. El problema, como siempre, es querer seguir. La vida, conforme pasa, suele dar menos motivos para asirse a ella.
Mi hermano, en otro de sus aciertos, me hizo llegar la afirmación de Subutex. En el juego de las referencias me otorgó el nombre de Kosovo. Yo, por mi parte, he decidido darle a mi amuleto el nombre de Beirut. Kosovo es a fin de cuentas una región, Beirut una ciudad bombardeada una y otra vez. La novela de Zena El Khalil lo cuenta, lo refiere, la retrata, la vida juvenil en medio de los bombardeos. Por eso he decidido llamar a mi amuleto Beirut y a mí mismo darme como segundo nombre Kosovo. Aunque no lo parezca, los segundos nombres son importantes. No los que nos han sido dados, sino los que labramos. Cuando pienso en mi padre, por ejemplo, su segundo nombre es el de constructor; cuando en mi madre, es eclosión; en mi hermano, el sabio; en mi hermana, la solidaria; una de mis tías, la caminante; la otra, la maestra, y así, la gente que me es cercana, tiene para mí su segundo nombre. El de algunos es tan feo, terrible, que prefiero dejarles solamente su nombre de pila, porque el segundo parece el de una enfermedad, una devastación, una desgracia. Pero mi amuleto roto solamente tiene uno, Beirut; yo, roto y bombardeado, Kosovo.
Beirut permanece en mi escritorio. Kosovo pasa a Beirut por su corazón, su boca, su cabeza, cual si fuera el necesario ritual de una urgente travesía. Pronto o tarde, Kosovo regresará a su nombre de pila y Beirut asumirá el nombre de un paisaje.