Gabriel García Ruiz murió esta madrugada. Era mi primo. Un hombre bueno que fue una incógnita para mí por el secreto que sin saberlo llevaba en sí.
Enterró a dos de sus hermanos, a su padre, a su esposa. Como todos, tuvo una vida llena de altibajos, pero a diferencia de casi todos parecía saber que la felicidad y la alegría se encuentran en una esfera independiente que tiene poca relación con las avatares de la vida, no pocas veces desgraciados y aviesos. Siempre me pareció que ese era su secreto: saber que esa esfera se cultiva, se procura, se protege. Su gesto parecía ser la escultura misma de ese secreto: en una suerte de solución de continuidad combinaba la tristeza y la alegría. Así lo recuerdo ante el féretro de su padre; así, cuando hablaba de su difunta esposa.
Nunca supe cómo llegó a ese secreto; por eso para mí era una incógnita. Hacia el final de su vida parecía arañar la felicidad completa: el amor, el ser abuelo, la posibilidad de un nuevo horizonte. Quedamos de vernos y eso ya no será posible nunca más. Así son la vida y la muerte: juntan, joden, separan. La enfermedad se lo llevó; sucumbió a esa asesina serial.
De mi primo me quedo con su secreto, ese que algún día quisiera alcanzar.