jueves, octubre 18, 2012

Descreer de un mundo exclusivo



(Texto preparado para conmemorar en el Día Mundial del Rechazo a la Miseria, y leído dentro del panel "Miradas de la pobreza y la exclusión: rompamos el silencio", que tuvo lugar en la Escuela Nacional de Trabajo Social de la UNAM el 17 de octubre de 2012).

Basta andar por la ciudad de México o cualquiera otra del país o del mundo, para encontrarse con anuncios que promueven y anuncian lo “exclusivo” de los productos que ofrecen, desde cosméticos y servicios de toda índole, hasta departamentos, casas, hoteles, spa’s, deportivos, automóviles, etcétera. Lo mismo sucede en los medios masivos de comunicación. Volverse suscriptor de tal o cual servicio informativo, de una u otra compañía de televisión por cable o de telefonía celular, otorga beneficios “exclusivos” para sus usuarios.

Lo que con esos anuncios y promociones se nos dice es que al adquirir tales productos o servicios se ingresa a una categoría que no es ni puede ser compartida por el resto de los mortales. Incluso, parece insinuársenos, si se usa bien lo que se compra, puede adquirirse una singularidad de otra manera inasequible.

“Puede adquirirse”, enfatizo, porque en realidad de eso se trata. Según parece, el afán de distinción que otorga toda “exclusividad” es algo que se adquiere en virtud de las mercancía. De aquí que todas las alternativas que se propongan una distinción con base en capacidades, habilidades o talentos personales o colectivos que no sean mercancía, estén por completo desterradas.

Si se pone atención sobre esto, resulta evidente que actualmente la vida cotidiana transcurre inmersa y acosada por el discurso y el ejercicio de la “exclusividad”. Lo que me interesa enfatizar es que el lustre con que se viste toda “exclusividad” es el modo como se pretende volver aceptable lo que fundamentalmente no lo es: la exclusión sistemática.

Como muy elocuentemente lo define el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, lo exclusivo es aquello que tiene fuerza o virtud para excluir. Entonces, lo que vemos con derroche de comunicación creativa es la promoción de la exclusión como fundamento de distinción, y quizá lo que es más terrible, como esencia de la vida social. De lo que se trata, nos dicen los promotores de este mundo, es de no ser igual a todos, sino, muy al contrario, de pertenecer a un “grupo exclusivo” que descuelle entre el resto de los que si legalmente se dicen iguales en realidad no lo son.

Sin embargo, sería conveniente ir más allá de la sola constatación. Se impone la pregunta por esa virtud o fuerza para excluir. ¿Cuál es esa fuerza o virtud que hace posible la exclusión? Evidentemente no hay respuesta sencilla a esta pregunta. No obstante, me propongo abordar de manera sucinta tres aspectos que pueden echar luz sobre una posible respuesta.

El primero de ellos es el de la identidad nacional. Ella parte de un movimiento constitutivo esencial: la identificación de lo que puede sustentar una colectividad homogénea que, al mismo, tiempo excluya cualquier otra colectividad externa o interna. Para la identidad nacional, resulta fundamental constituir un nosotros (nuestros-otros) que se distinga de los que no son como nosotros (no-a-los-otros). Desde himnos, banderas y símbolos, hasta tradiciones (incluidas las culinarias), lugares e historias de bronce con sus únicos e inigualables héroes, la identidad nacional teje lo que debe ser el sustento con el que hay que identificarse si se quiere ser parte de lo que se postula como nación. En esta identidad nacional todos nacemos; literalmente, la mamamos desde recién nacidos.

Pero la exclusión de la identidad nacional palidece frente a otra que es mucho más evidente y menos heroica pues carece de redobles y días festivos con sus consecuentes asuetos. Se llama la atención sobre ella con más frecuencia que cualquier otra. A tal grado, que casi se la considera la exclusión “exclusiva”. Me refiero a la que se promueve y se sufre por motivos económicos con sus múltiples consecuencias sociales. Aquí la exclusión se vive como pobreza y miseria, pero con una connotación peculiar: como pobreza y miseria merecidas. De hecho, lo que es condición sine qua non de la organización capitalista de la producción de la riqueza social, se utiliza como estigma semejante a los sambenitos con que antaño la Santa Inquisición vestía a los condenados por su impiedad y graves pecados.

Para la organización capitalista de la producción de la riqueza social, la pobreza y la miseria que ella misma genera, lejos de ser consustanciales a su funcionamiento, son el resultado de una incapacidad personal, e incluso, si nos atenemos a lo que Max Weber llamó el “espíritu” del capitalismo, signo evidente de no estar tocado por la gracia de Dios. Recuérdese que, acorde con lo planteado por el prestigioso sociólogo, el éxito económico es la manifestación terrena evidente de ser un elegido de Dios, es el motivo de una santidad terrena visible entre los mortales. Esta riqueza es perceptible por la acumulación de riqueza como mercancías y preferentemente como “dinero contante y sonante” que se acumula y se hace crecer. Por eso, no resulta del todo extraño que en las monedas y billetes norteamericanos se plasme el lema oficial de Estados Unidos desde 1956: “In God We Trust”. Nada más sintomático que sea el dinero el soporte de la confianza de Dios y el signo de una santidad visible.

¿Acaso hay algo más “exclusivo” que ser elegido de Dios y que esto se manifieste en una creciente e imparable acumulación de riqueza a costa de la exclusión del goce de esa riqueza de quienes realmente la producen? Justamente desde aquí se está construyendo un mundo a imagen y semejanza de esta “exclusividad”: la sociedad 20:80, como le llaman algunos. Una sociedad en la que solamente 20 por ciento de la población mundial gozará del 80 por ciento de la riqueza generada en el mundo, mientras que el restante 80 por ciento de esa población habrá de matarse para hacerse de un miserable pedacito de lo que la voracidad capitalista deja como migajas. Se trata de una sociedad que ofrece a los “buenos samaritanos”, como dijo el no muy inteligente presidente mexicano, un escenario para protagonizar un espectáculo con el cual calmar sus muy débiles gritos de su moribunda conciencia.

Cabe advertir que las exclusiones de la identidad nacional y de la vida económica capitalista no se contradicen entre sí. No sólo porque los estados nacionales son invento de la modernidad capitalista, sino porque la primera, con sus contenidos y proclamas, ayuda a volver aceptable la segunda. En nuestro país, como en cualquier otro, nos invaden programas de ayuda hacia los más desfavorecidos que no obstante siendo responsabilidad del Estado se delega en particulares para el beneficio particular: desde Bécalos hasta Teletón.

Recuérdese la dinámica del Teletón. Una televisora, que hoy se perfila como la gran monopolizadora de los medios de comunicación (televisión, cine, radio, internet, telefonía, periódicos y revistas), que impone presidentes, que aparece “presuntamente” vinculada con el narcotráfico, organiza una evento para recaudar recursos con los cuales construir centros que ofrecen “ayuda” y “rehabilitación” a una población infantil desfavorecida que sufre diversos padecimientos. Además de evadir impuestos con ello, junta a lo más selecto del “empresariado”, de los “políticos” y del propio Estado, para que hagan sendas donaciones mientras artistas de moda dan un gran show para incitar a los sectores “menos” desfavorecidos a solidarizarse. Según los organizadores, el monto que se junta en una jornada tan sólo es equiparable al entusiasmo y solidaridad “mexicanas”.

En una transmisión continua de horas, el Teletón nos “obsequia” los más granado de los personajes públicos. Si se los ve con atención, allí aparece la tercera exclusión que, pese a estar presente por todos lados y todo el tiempo, es la más elusiva. Se trata de lo que el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría llamó blanquitud

Acorde con lo planteado por este filósofo, la organización capitalista de la producción de la riqueza social exige un determinado comportamiento ético que, como lo postuló Max Weber, tiene por objeto adecuarse al mejor funcionamiento de la vida capitalista. Esta adecuación supone el sacrificio constante para cuidar la porción de riqueza que la vida ha confiado según la gracia de Dios, esto es, una autorepresión productivista. Pero además, el filósofo Bolívar Echeverría detecta la existencia de un racismo constitutivo en la vida capitalista que así mismo cumple con la función de hacer visible entre los mortales la santidad de los que cuentan con la gracia de Dios. Estos “santos” o “elegidos” no sólo acumulan mercancías y dinero, como demostró Max Weber, sino que hacen visible y tangible su condición a través de un cierto tipo de cuerpo, de un particular lenguaje verbal y corporal, de cierta compostura, de una muy específica actitud entre jovial y audaz, de sueños y formas específicas de habitar y viajar por el mundo, etcétera. En suma, todo aquello que actualmente se ve como expresión del éxito y que abunda entre los artistas del Teletón, los empresarios de la televisora y los donantes, los locutores, los anunciantes, y algunos políticos. Es este racismo constitutivo lo que vuelve “identificables” a Enrique Peña Nieto, a Azcárraga Jean, a Adela Micha, a Luis Miguel, a Shakira, a Obama o al finado Steve Jobs, etcétera.

Al conjunto del comportamiento ético y racismo constitutivo es a lo que Bolívar Echeverría llama blanquitud. Salvo en casos extremos, esta blanquitud deriva en exigencias raciales de blancura. Pero en esencia no se trata de ser blanco, sino de mostrar de manera evidente y tangible la interiorización absoluta del capitalismo. En pocas palabras, lo que importa no es ser blanco sino ser y parecer capitalista, un santo entre los mortales por la gracia de Dios. Por eso el comerciante rico de la merced, el narcotraficante, el líder sindical, no acaban de ser del todo aceptados como “santos” o “elegidos”: sus esfuerzos de asimilación resultan más grotescos que efectivos.

La blanquitud, en tanto que racismo constitutivo y comportamiento ético de la vida capitalista, es profundamente excluyente. No puede no serlo. Lo interesante es que, a diferencia de la sola exclusión económica, se presenta a sí misma como buena y altamente recomendable. Para ella, ni siquiera cabe la objeción moral, aunque la exclusión económica le sea inseparable. Por lo demás, también se aviene bien con la identidad nacional. De hecho, se presenta como la realización más plena, de avanzada, progresista y moderna de lo nacional.

Si tras este periplo regreso a la pregunta de cuál es esa fuerza o virtud que hace posible la exclusión, bien puede responderse que es precisamente la vida capitalista. Es ella la que al construir un mundo exclusivo, excluye a diestra y siniestra por motivos de identidad nacional, económicos y de blanquitud. Y lo hace postulándolo como algo necesario e inevitable, como si fuera natural y no hubiese alternativa alguna. Por eso, foros como éste, intenciones como las que alientan los eventos de días como el de hoy, 17 de octubre, Día Mundial del Rechazo a la Miseria, son tan necesarios. Son estos actos los que nos ayudan a reflexionar sobre el absurdo de esta vida capitalista; son útiles para romper ese silencio que consiente la barbarie que la vida capitalista trae consigo.

Quiero concluir afirmando que una de las formas efectivas de romper el silencio es descreer de este mundo exclusivo. Vale la pena recordar que debemos a un escritor latinoamericano la palabra “descreer”. Por un craso error, a menudo esta palabra se toma por sinónimo de desconfianza. Muy al contrario, “descreer” quiere decir “desandar” el camino de la creencia. En otras palabras, desmontar lo que, al aparecérsenos como creencia, damos por descontado.  Así, pues, descreer de un mundo exclusivo implica, me parece, desandar el camino que precisamente ha hecho de éste, un mundo de exclusión sistemática. Una exclusión que es condición sine qua non de la organización capitalista de la producción de la riqueza social, y que, por lo tanto, no tiene nada de natural.  Romper el silencio, y junto con ello, la zona de confort, la ingenuidad, la ignorancia, etcétera, es decir con claridad y sin ambages que la exclusión de la identidad nacional, de la economía, de la blanquitud no es inevitable ni irremediable. Puede y debe cambiarse. El primer paso es sacudirse la “creencia” de que no se puede, y luego, cambiarlo todo paso a paso. Entre otras cosas, para eso sirve romper el silencio, ni más ni menos. Rompámoslo pues.