Estimada Susana:
Agradezco que me consideres en tus reflexiones para encontrar “un poco de aire en medio del incendio”. No estoy seguro de ser el indicado para hallar “alguna salida” o dar “alguna esperanza” a lo que afirmas: que México, como tal, ya no existe. De todas formas, deseo comentarte lo siguiente.
1.
Tal y como planteas las cosas, al parecer tu duda tiene que ver fundamentalmente con el hecho de si entre el abanico de posibilidades electorales que actualmente se presentan en nuestro país hay alguna opción que en verdad contenga la “tendencia extranjerizante” de los recientes gobiernos mexicanos. ¿Existe entre los posibles candidatos alguno que no pretenda ejercer de “secretario de gobernación de intereses extranjeros”? Podría decirte que al menos, en términos de proclama política, hay uno en particular que recientemente presentó su proyecto de nación cobijado por una cauda de intelectuales que en principio hace suponer que en efecto él es esa opción. Pero como bien sabes las suposiciones no suelen confirmarse cuando de política nacional se trata.
2.
El mundo, tal y como hoy existe, requiere de colaboraciones diferenciadas en torno a un mismo objetivo: acumulación de capital. En este sentido, no hay diferencia entre quién ejerce el mando en un gobierno particular, puesto que todos, de una manera u otra, se insertan en este gran proyecto. Puede sostenerse, no sin cierta ingenuidad, la idea de que entre el “interés extranjero” y el “interés nacional”, es mejor, siempre, mirar dentro de las propias fronteras. En otras palabras, acorde con las tuyas, pareciese más loable y certero escoger a un “secretario de gobierno de intereses nacionales” que a un “secretario de gobierno de intereses extranjeros”. Un Juárez sobre un Maximiliano, un potencial Cuauhtémoc Cárdenas sobre un Calderón. El problema, como ya te podrás haber dado cuenta, es que se trata, siempre, de un “secretario de gobierno de ciertos intereses particulares”. Tienes toda la razón cuando afirmas que Juárez luchó contra la Iglesia, pero no es menos cierta su incomprensión, atrincherada en principios liberales, de las comunidades indígenas a las que paradójicamente pertenecía. Con esto no quiero decir que daba lo mismo Juárez que Maximiliano ni pretendo minimizar lo pertinente de su lucha. Pero lo que sí quiero enfatizar es que uno u otro planteaba, de una manera particular, el cumplimiento de las exigencias de la acumulación de capital. Me parece importante recordar esto porque hoy, cuando la acumulación de capital se ha vuelto tan sofisticada, compleja y lastimosamente evidente, la disyuntiva es poco menos que falsa.
No hay que perder de vista que actualmente el hombre más rico del mundo, según los criterios de Forbes, es mexicano, y que entre los 100 hombres más ricos del mundo, están varios que pertenecen a los países más pobres y/o de desigual distribución de riqueza en el mundo. Ya puestos a escoger, ¿cuál sería la mejor elección para un mexicano: Slim, Gates o Mukesh Ambani? ¿El museo Soumaya o la donación de la mitad de la fortuna de Gates? Sea cual fuere la elección, por más simpáticos e interesantes que parezcan las donaciones y los museos, sería elegir la acumulación de capital y la desigualdad como principio de esa acumulación lo mismo en México, en Estados Unidos que en la India. ¿Hay motivos para creer que alguno de estos individuos carece de influencia decisiva en el ámbito de sus gobiernos “nacionales” para imponer “sus intereses”? Simplemente habría que recordar cómo aquel candidato que ya presentó su proyecto nacional, en otra circunstancia, tuvo un matrimonio feliz con el más rico del mundo mientras duró su gestión gubernamental. Si es necesario mostrar las evidencias bastaría ir hoy primer cuadro de esta ciudad para que nos deslumbren. Los intereses de este tipo exigen, siempre, sus embajadores.
Además, si analizas bien las fortunas de esos hombres ricos, te darás cuenta que simplemente participan –de manera ventajosa si se le compara con la población nacional, desventajosa si la comparas con las fuerzas económicas mundiales– de una acumulación global de capital en la que la mayoría de los seres humanos sobran y en la que la naturaleza es concebida simplemente como una “cosa explotable”. La diferencia entre los “intereses nacionales” y los “intereses extranjeros” es una ficción. Y eso no cambia en términos electorales.
3.
Para calmar la sensación de impotencia se puede elegir entre quien utiliza y promueve políticas públicas encaminadas a acentuar la brutalidad de la acumulación de capital y quien sin pretender cambiar el objetivo central intente atenuar aquella brutalidad. A esto precisamente se refería un filósofo cuando afirmó que las actuales políticas de los gobiernos calificados de izquierda en América Latina obedecen más bien a una lógica cristiana. Los partidos electorales autoproclamados de izquierda parecen pugnar hoy en día por hacer vivible lo que de suyo es intolerable. En este sentido, lo paradójico, es que si bien por un lado su actitud es loable, incluso, podría decirse, hasta digna de apoyo, por otro, acaba apuntalando el objetivo central de la acumulación de capital; acaba por volver aceptable esa realidad. Hay quienes creen que votar por este tipo de partidos es mejor que no votar o que votar por los que sin tapujos escogen la brutalidad como camino. Es probable que tengan razón.
4.
Me parece, no obstante, que es necesario dejar de pensar en la división “izquierda”/”derecha” en la esfera de los partidos políticos. En tanto que hoy en día ambos persiguen o facilitan el mismo objetivo carece de sentido hacer tal distinción. La topografía política debe cambiar. Esta no es una idea mía pero me parece pertinente. Habría que pensar de otra manera la diferencia, que es en verdad más radical y más seria. Están los que promueven y facilitan la acumulación de capital y los que a su modo resisten o se rebelan a esa lógica, sin que ello suponga el ejercicio de las armas ni de la mentada “violencia revolucionaria”.
La única salida que yo veo es alimentar esas resistencias y esas rebeliones desde el espacio que cada quien ocupa de manera particular y buscar la articulación de las unas y las otras en dos momentos: cotidianamente y cuando la agitación social lo posibilita. Ese es un camino largo y tortuoso. Quizá por eso tan pocos lo eligen: siempre se busca el resultado inmediato, aquel que uno pueda ver. Pero aquí la cuestión es distinta, pues se confronta a un adversario poderoso que incluso ha logrado incubar en cada uno de nosotros esa misma tendencia. Sus recursos son tan variados y múltiples como sus estrategias. Pero aún así, es necesario enfrentarlo, luchar, no cejar. Y reconocer que hasta hoy vamos perdiendo la batalla. Lo cual debiera exigirnos un empeño más claro, más radical, más decisivo. Nada de esto obsta para votar por una tendencia electoral, particularmente aquella que se autodenomina de izquierda, siempre y cuando se entienda que allí no se agota el compromiso de la lucha ni aceptar el ilusorio trueque entre ese ejercicio electoral y una alternativa real. También se puede prescindir por completo de aquella disyuntiva y ocuparse únicamente de esto otro que está más allá de debates electorales y demás. Sé por experiencia personal que a menudo esto significa incomprensión, agresión y descalificación de quienes ponen su vida y manutención en los partidos autodenominados de izquierda. Pero a fin de cuentas ellos agreden y califican desde un punto que les es inherente y precisamente contra el cual se está de principio. Su actitud es normal. No hay que angustiarse por eso, de lo contrario se puede terminar como aquellos intelectuales que a fuerza de ceder hacen malabares para distinguir entre extraordinarios militantes, dirigentes malos y burocracia inútil. Hay que salirse de la organización partidaria. La organización está en otro lado.
5.
Imagino que lo aquí dicho a vuelo de pájaro no te satisface ni te tranquiliza. Sólo puedo decirte que hay que ver con otros ojos y cambiar las preguntas, ir hacia otras lógicas, pensar en otras acciones. Como dice una novela de adolescentes: “para nacer hay que destruir un mundo”. Que eso obsequia un estado de permanente zozobra, de acuerdo. Pero hay zozobras que valen la pena.
-- Desde el umbral del mundo