El señor Calderón declara, enfático, que México no se someterá a Francia, y reclama el mismo respeto que en estos lares se le tiene a las instituciones de aquel país. Sólo falta que culmine con un amén cada declaración y reclamo para intentar convencernos de que está procediendo correctamente en una confrontación de dimensiones éticas y que procura la salvaguarda del honor nacional. Pero todo esto no pasa de ser pura y dura demagogia surgida de una necesidad de recuperar puntos en las encuestas sobre su gestión en el poder ejecutivo mexicano.
Difícilmente puede uno perturbarse con la exigencia del gobierno francés sobre el caso Cassez. A fin de cuentas, como nunca se ha visto en nuestro país –y a juzgar por las circunstancias, nunca se verá–, un gobierno asume, como debe, la defensa de una de sus ciudadanas ante una duda razonable sobre el proceder judicial del país que la condena.
El montaje televisivo de la aprehensión de Cassez sería fundamento suficiente para aquella duda razonable. Pero sucede que en México, esta duda es pertinente desde el hecho mismo del cuestionamiento sobre la legimitidad electoral con que el señor Calderón llegó al poder ejecutivo. Es decir, la duda razonable tiene un doble fudamento; uno particular, referido al caso Cassez, y otro estructural, que da cuenta de lo fallidos, perversos e inciertos que son las instituciones mexicanas y el propio Estado mexicano. Esto último reconocido por el señor Calderón al afirmar que “haiga sido como haiga sido” resultó ganador.
La exigencia del gobierno francés no versa sobre la inocencia de Cassez sino sobre la incertidumbre institucional mexicana. Esto explica la desmesura con que el señor Calderón y su séquito han respondido. Incapaces de ofrecer certidumbre alguna abrevan del fango nacionalista para responder. Al cuestionamiento francés se lo convierte en una afrenta nacional para, de este modo, crear un consenso artificial en torno al poder ejecutivo. Para ello no se escatiman recursos ni dispendio. El aparato institucional y las concesiones de los mass media operan de manera conjunta para trasladar el punto de atención hacia una discusión bizantina que permite al señor Calderón afirmar, mordiéndose la lengua, que México no se someterá a Francia, como si México no viviera sometido ya a otra lógica frente a la cual, institucionalmente, no se opone resistencia alguna ni se responde con énfasis a ninguna afrenta ni mucho menos se defiende a ningún ciudadano mexicano aunque sea asesinado de manera artera.
Poner las cosas en su lugar no supone, como insiste el señor Calderón, un deliberado intento de dañar la institución presidencial. Él suele confundir su persona con la institución, como todos los reyezuelos y dictadores que han existido. Lo que se quiere, cuando se señalan este tipo de cosas desde dentro del país, es salvar a la institución presidencial de los desatinos que comete su ocupante ocasional, cuyo problema de alcoholismo es lo de menos. Es este ocupante el que nos debe respeto y hay que exigírselo enfáticamente, no en términos morales, sino políticos y públicos. Su vida privada no ha de confundirse con su desempeño público; lo primero compete a su esposa, lo segundo a los mexicanos.
Por supuesto todo esto nada tiene que ver con el dolor de los familiares de los asesinados en secuestros. Mucho menos implica una exoneración de Cassez. Pero su culpabilidad requiere ser dictada por una certeza jurídica inexistente en nuestro país. De lo contrario, como sucede hasta hoy, también se le falta el respeto a los muertos y a sus deudos.