Como una herencia de mis maestros, solía preguntarle a mis alumnos las razones por las que decidieron estudiar historia. Cuando las respuestas se repitieron de manera sistemática, dejé a un lado esa sana costumbre. Pero ahora no lo hago por una razón más poderosa, relacionada con la siguiente anécdota.
Una maestra de primaria, con la intención de conocer a sus alumnos, les preguntó por su vida y la de sus familias. Las respuestas eran de lo más tradicionales y comunes (mi padre es arquitecto, mi madre es ama de casa; mi padre es ejecutivo, mi madre diseñadora; etcétera). Hasta que un niño dijo lo más quitado de la pena que su padre era narcotraficante. La maestra quedó estupefacta, los niños le admiraron, las niñas le temieron.
Al terminar la clase, después del incómodo momento, la maestra quedó pensando en lo que debía hacer. No estaba segura de que el niño hubiese dicho la verdad. Eso implicaba investigar. Pero en asuntos de narcotráfico, una actitud así es camino seguro a la muerte. Sin embargo, la maestra tampoco podía consentir y pasar por alto lo dicho por el niño. Después del caso de Beltrán Leyva y al arresto de cantantes, le quedó claro que un saber de esa índole no declarado le convertía en cómplice de la delincuencia. No es que fuera puritana, pero le horrorizaba terminar en la cárcel. La angustia llegó a tal nivel, que la maestra no encontró otro camino que renunciar y alejarse de esa escuela, metiendo unos cuantos estados de por medio.
Pienso que esta experiencia es suficiente para dejar de hacer las presentaciones corteses al principio de cada curso, esa agradable experiencia que me enseñaron mis maestros.