miércoles, marzo 11, 2009

Dorian Gray presente o La americanización de la modernidad*

Hace poco más de 12 años, ante lo más granado de la comunidad universitaria, Bolívar
Echeverría definió, en unos cuantos renglones, lo que en su opinión era urgente
rescatar para la propia universidad: la tensión creativa derivada del diálogo
conflictivo entre las ciencias y las humanidades. Esa opinión, tan contundente y tan
crítica de la realidad universitaria entonces y hoy existente, no pudo ser integrada en
el discurso de recepción de los Premios Universidad Nacional que a nombre de los 12
laureados escribió y leyó Eugenio Ley Koo. Al parecer no tenía cabida en lo que el
resto de los premiados pensaba, sobre todo para una ceremonia de esa índole. Así lo
entendió Ley Koo, quien no obstante, haciendo honor al espíritu universitario, decidió
leer íntegramente las líneas que le envió Bolívar Echeverría al final de su propio
discurso.

Para quienes como un servidor conocíamos de manera cercana a Bolívar
Echeverría por los proyectos de investigación que había impulsado dentro de la
facultad de Filosofía y Letras, nos quedó claro que pretendía, ahora, darles un nuevo
giro. Ciertamente en aquellos proyectos habíamos participado filósofos, literatos,
economistas e historiadores, pero a fin de cuentas, su “tensión creativa” se circunscribía
a la experiencia de una misma comunidad de saber: las humanidades. Quedaba la duda
sobre la posibilidad y los alcances del diálogo conflictivo entre ciencias y humanidades
que Bolívar apuntó en aquel diciembre de 1997. Tanto más cuanto que las experiencias
de los proyectos de investigación en los que habíamos participado nos indicaban
que la interdisciplina no es ni puede ser el discorde concierto de múltiples soliloquios
de la especialización en un mismo espacio. Por el contrario, para que ella sea en verdad tal
ha de partir de la convicción plena de la validez del discurso del otro y de la disposición
personal para dejarse invadir y transformar por los discursos ajenos, todo con el fin de
iluminar de manera diversa el objeto de estudio y en esa medida hallar los ángulos
inesperados y vitales.

Ocho años después, diversas circunstancias se conjugaron para que Bolívar
Echeverría fundara un espacio universitario para este “diálogo conflictivo” entre
ciencias y huamnidades que camina por los derroteros de la “tensión creativa”. Sobra
decir que no ha sido fácil. Las inercias del saber universitario, dividido y aislado en su
propia especialización, dificultan los diálogos, el debate y la comprensión. No
obstante, con paciencia y persistencia, a lo largo de poco más de tres años el seminario
universitario “Modernidad: versiones y dimensiones” ha dado pasos decisivos hacia
un modo posible de ser universitario que trascienda el simulacro de los diálogos
cómodos dentro de una misma comunidad de saber, y de los soliloquios especializados
que suelen ser pretexto para comer galletas de animalitos, frutas de temporada y
carnes frías. Presagios de este modo son, además de sus sesiones mensuales y
discusiones por momentos álgidas, los congresos internacionales organizados por el
seminario universitario, que lo mismo convoca a las comunidades y usa las sedes de la
facultad de Ciencias como de Filosofía y Letras. Uno de sus resultados más concretos,
y que no deja de ser un esbozo de lo posible, es precisamente el libro que hoy
presentamos: La americanización de la modernidad.

Hay que decir, de entrada, que no es un libro sencillo. Así como el diálogo
interdisciplinario es exigente, sus productos, particularmente si son libros, demandan
también lectores esforzados. La diversidad del discurso, las ópticas distintas, los
abordajes disímbolos, las valoraciones personales a veces tan distantes, obligan al
lector a incursionar en universos simultáneos que no siempre le son fácilmente
asequibles. Ni modo, todos estamos hechos de inercias. Por eso es más que justa la
conminación que Bolívar como compilador hace al lector: que cada quien calibre si lo
expuesto en este libro le permite enriquecer sus propias ideas sobre la
americanización de la modernidad.

Yo creo que sí, que en este libro hay mucho que enriquece la visión que cada
uno puede tener de la americanización de la modernidad. Lo que a continuación
señalo es una aspecto mínimo de ese enriquecimiento. Se trata de algo un tanto difícil:
¿es posible, dentro de la diversidad de perspectivas que ofrece la filosofía, la historia,
la literatura, la antropología, la astronomía, la economía, la psicología, la física, la
crónica, hacerse una idea más o menos precisa de lo que la americanización de la
modernidad es?, ¿de qué trata el asunto?, ¿qué podemos sacar en claro de esta tensión
creativa?

Parto de una aclaración fundamental hecha por Carlos Monsiváis en su texto
“¿Cómo se dice OK en inglés (de la americanización como arcaísmo y novedad)”?:

"Es muy sencillo definir lo gringo en relación a la invasión de Irak, el FMI, la
cacería de indocumentados en Arizona, el apoyo a la ultraderecha en América
Latina, la prepotencia imperial, la arrogancia de los policías del planeta y el
Segundo Siglo Americano". (pág. 111)

En efecto, es muy sencillo, la americanización de la modernidad supone la existencia
de un país, los Estados Unidos, y ese sólo hecho excita las oposiciones políticas e
ideológicas de los nacionalismos latinoamericanos, de manera muy señalada el
mexicano. Pero es un craso error confundir una cosa con la otra, confundir lo sencillo
de la definición de lo gringo en ciertas circunstancias con la americanización de la
modernidad, que en múltiples aspectos le desborda. En otras palabras, la
americanización de la modernidad es algo mucho más complejo y que en cierto
sentido está más allá de la existencia misma de esa nación. Como lo indica Bolívar
Echeverría en su texto “La ‘modernidad americana’ (claves para su comprensión)":

"La afirmación de la figura histórica de una modernidad capitalista total o
absoluta, que sería aquí lo sustancial (de fondo), esencial o central, tiene en lo
(norte)americano un apoyo que si bien es decisivo no deja de ser formal,
accidental o “retórico” (periférico). Pero hay que observar algo que resulta muy
especial: dado que la afirmación de este tipo radical de modernidad capitalista
es un hecho históricamente único, en verdad irrepetible, el apoyo que ella recibe
de lo (norte)americano adquiere una sustancialidad, esencialidad o centralidad
que lo vuelven indistinguible de ella misma". (pág. 38)

Entonces la americanización de la modernidad alude a un hecho histórico concreto: la
configuración de una modernidad capitalista cuya “pureza” es algo en verdad
novedoso e inédito en la historia misma del capitalismo (que incluso se expresa ya en
la fundación de Estados Unidos, sostiene Ignacio Díaz de la Serna en su texto “La
independencia de Estados Unidos: una singularidad histórica”). A diferencia de lo que
sucedió con su vertiente materna (europea), obligada a los “compromisos” y
“negociaciones” que supone la existencia previa y concomitante de diversos proyectos
civililizatorios que no mueren y tercamente se actualizan una y otra vez aunque sea en
calidad de subordinados, la vertiente americana se erigió sobre una realidad que
careció de tales compromisos, o por lo menos, que no estuvo obligada a compromisos
densos. Y lo hizo con una actitud tan beligerante como la exigida por la “enfadosa”
realidad europea; sólo que frente a una realidad distinta, incluso bondadosa, se
transformó en un modo de ser específicamente americano (progresismo, presentismo
y apoliticismo) que provoca a la vez seducción y repulsión.

Así, a la “radical exigencia” del capitalismo correspondió una “pureza”
americana que aventajó con creces a su antecesora, llegando incluso a convertirse en
su mismo espejo deseado: una vida tan artificialmente seductora como permite la
carencia de “densidad de compromiso” con modos previos de habitar el mundo. Pero
lo que en “(norte)américa” fue y es horizonte de posibilidad en Europa y América
Latina es miopía de elites políticas y económicas, según se infiere del extenso artículo
de Rolando Cordera “México y su economía política de la modernización (hipótesis
para un relato)” y del ya citado de Carlos Monsiváis. Para esas elites tanto “color de la
tierra” que no es precisamente tierra es indigesto: “más vale no verlo, quién quita y así
es más fácil deshacerse de los lastres que nos privan de las mieles de aquel modelito
del norte”.

Esta miopía contribuye en no escasa medida a la confusión y la aversión
automática al tema de la americanización de la modernidad, porque su parte más
visible y atroz es la que se impone con violencia, como lo argumenta Raquel Serur en
“La barbarie del Imperio y la ‘barbarie’ de los bárbaros” y que puede sintetizarse en
aquello que decía el ejecutivo de Sun Microsystems, John Gage: dentro de muy poco el
dilema será “To have lunch or to be lunch”, es decir, “comer o ser comido”. Las elites
latinoamericanas se apresuran a responder que prefieren comer a ser comidos,
aunque ello implique que la mayor parte de la población sea parte del “menú de
oportunidades” que les asimila a la naturaleza explotable. Más vale ni verlos ni oirlos.

Pero en tanto que concreción histórica de la modernidad capitalista y en tanto
que modo de ser que fascina y repele, y que abarca cultura, comportamientos,
actitudes, disposición, y formas organizativas de la ciencia y la tecnología (veáse el
texto de Manuel Peimbert “La americanización de la ciencia”), se ha expandido de
manera incontenible. "El planeta –escribe Monsiváis– está americanizado". (pág. 99)
Esta sentencia, en apariencia lapidaria, en verdad destaca otra cosa: fuera de sus
fronteras, de sus horizontes de posibilidad, esa modernidad capitalista radical sigue
enfrentando los múltiples óbices de proyectos civilizatorios que por su mera
existencia le ofrecen resistencia. Los procesos de adaptación y de recepción de la
americanización de la modernidad en diversas partes del orbe la vuelven
irreconocible incluso para ella misma. Escribe Monsiváis:

"En cada país, la americanización no es un proceso mecánico. Se toma lo que se
considera indispensable y lo que impone la moda, y de inmediato los procesos de
asimilación intervienen. Así se produce lo que, sin reservas, podría llamarse “la
mexicanización de la americanización”, algo muy distinto del acto de
“desnacionalizarse”. (pág. 103)

En otras palabras: para la “pureza” de la modernidad capitalista es la molestia de que
no todo sea el abundante y despoblado Oeste. ¡Que coraje no poder volverlo todo
gesta del cowboys!, ¡cuánta energía gastar para convencer a los demás de que están
allí para ser dominados como la naturaleza misma o para aceptarse solamente como
mercancía!

De alguna manera esta “molestia” es lo que le sucede al psicoanálisis
estadunidense que, como nos informa Roberto Castro en su texto “El psicoanálisis en
la así llamada ‘modernidad’: Estados Unidos”, se convirtió en una rama de la salud que
se ocupa de “sujetos susceptibles de readaptarse a las leyes del mercado, pero no se
ocupa o no le importan los problemas emocionales del sujeto que no cumpla con un
mínimo de posibilidades para hacer frente a ese sistema socioeconómico”. (pág. 211)
Según esto, para psicoanálisis estadunidense, Charlot es un desperdicio completo,
irremediable, sin posibilidad de incorporarse de nueva cuenta al luminoso mundo
productivo que Chaplin describe, actúa y denuncia en Tiempos modernos.

Pero fuera de Estados Unidos esta pretensión no sólo se “mexicaniza” sino que,
por paradójico que parezca, se “freudaniza”: Charlot es objeto de preocupación para el
psicoanálisis, de aquel que fundó Freud. Quiero decir: allende las fronteras del
psicoanálisis estadunidense dominante, siguen siendo vitales los problemas
emocionales del sujeto y Freud es estudiando una y otra vez sin ser necesariamente
sometido a la sombra pragmática del ejecutivo de cuenta de una compañía
aseguradora.

Algo similar sucede con las confusiones a las que da lugar el término “gender” y
género, que al americanizase –escribe Marta Lamas en “Feminismo y americanización:
la hegemonía académica de gender– “ha llevado paulatinamente al ‘borramiento’ de la
diferencia sexual en las reflexiones y teorizaciones feministas”. (pág. 233) Por fortuna
para los estudios de género y para molestia de la “americanización del género” hay
esfuerzos teóricos importantes por escapar a este “borramiento”. Tanta precisión
desde los ámbitos sumamente impuros de la modernidad capitalista deben ser
verdaderamente molestos para la pureza de la modernidad capitalista americana. Y es
que, sea como fuere, la densidad de los compromisos pesa demasiado para la
superficie lustrosa de la americanización.

Pero tampoco dentro de las fronteras de la modernidad capitalista radical
existe el consenso y la homogeneidad que una muy propalada visión banal de Estados
Unidos difunde. Esto nos lo muestra con claridad Jorge Juanes en su disertación sobre
el arte pop, al que le atribuye la ruptura del arte aurático, “distanciado de los avatares
de la cotidianidad y dirigido a las élites egregias”. (pág. 249) De Warhol, uno de sus
mayores y mejores exponentes, nos dice que es

"…un artista trágico que detecta, en el corazón de la banalidad, el tedio de la vida
moderna, e incluso la catástrofe, la descomposición y el horror que la acosan por
doquiera casi como un hecho natural. […] la obra de Warhol se entrometa en el
corazón de la sociedad del espectáculo, y utiliza los medios de comunicación y la
mecánica de la reproductibilidad técnica, guiado por el propósito de mostrar,
por una parte, el proceso de homogeneización de las conciencias en torno a las
imágenes inscritas en la mercancía estetizada (incluidos los personajes
mediáticos), mientras que por la otra, y valiéndose de las mismas imágenes
utilizadas por el sistema, saca a la luz la violencia y sus desastres subyacentes".
(pág. 259)

Así como Warhol, es posible que al interior de sus mismas fronteras exista una
cantidad inmensa de sujetos que también realizan sus procesos de asimilación de la
americanización y que no sólo echan mano del arsenal que esa modernidad radical les
brinda sino de aquellos lastres que en forma de migrantes “invaden” el territorio de
los cowboys. Eso sucede, por ejemplo, con la formación de científicos en Estados
Unidos: llegan de todos lados y se van con la impronta americana en la producción
científica, pero ¿no queda algo de ellos, una impronta que a su modo subvierte
mínimamente esa misma producción?, ¿no hay una pequeña traslación en el sentido y
alcance de las preguntas e inquietudes que les agobian a esos migrantes científicos? Es
el freeware y el shareware frente al software monopolizado por Windows y Apple.

Esta ida y vuelta se percibe, también, en un medio que si bien no se exime de
pretensiones de dominio, apela a la seducción de la difusión. Como el personaje José
Marquina lo expresa de manera hilarante en su texto “De John Wayne a Al Pacino o
cómo aprendí a no preocuparme y amar el cine norteamericano”:

"El cine norteamericano se impone en el mundo por el poder de su industria, por
su calidad, por la propaganda, porque hemos crecido con él y con él hemos
aprendido a ver el cine, porque no se podrían ver de corrido tres películas de
Bergman o de Tarkovski sin caer en un estado catatónico, pero sí se pueden ver
tres películas de aventuras e irse a la cama a soñar con Maureen O’Hara, Fay
Wray o Verónica Leig”. (pág. 306)

Y en efecto, esa imposición‐difusión es en gran medida artíifice de la incontenible
expansión de la americanización de la modernidad en todo el orbe, como lo reconoce
José María Pérez Gay en su escrito “Anatomía de una tentación”. A partir de la década
de los 30 la magia del cine facilita el espectáculo seductor de América moderna. De allí
a la fascinación por la tecnología y la americanización del cyberespacio hay apenas un
suspiro de 70 años.

En fin, si una respuesta precisa hay que dar a la pregunta de qué es la
americanización de la modernidad desde la tensión creativa a la que convoca Bolívar
Echeverría diría lo siguiente: ella es Dorian Grey. Cuando mira hacia Europa encuentra
aquel retrato vetusto que tanto le disgusta; fastidiado por ese otro que no puede tirar
ni destruir, baja la mirada para darse de bruces con un Frankenstein al que no le
reconoce el más mínimo parentesco aunque en buena medida sea su creador y
mentor. Sitiado en su perfección artificial se pregunta cansinamente si no sería mejor
que todo fuese a su imagen y semejanza. Despliega sus fuerzas y encanto para
lograrlo, pero una y otra vez el retrato le devuelve un rostro que aborrece y los
vientos del sur le hacen llegar la sombra de una aberración que le desconcierta.
Encerrado en sí mismo se apresta para dar una vez más la batalla. Toma su sombrero
de cowboy y comienza, de nuevo, la embestida…

P.D. Conviene tener presente algo: resistir y asimilar no significa superar. Si acaso
tangencialmente tocado en este libro, ha de quedar claro que la única manera de
acabar con Dorian Grey y Frankenstein es saliendo del cuento. Es decir, una modernidad
no capitalista.

*Texto leído en la presentación del libro La americanización de la modernidad
el 10 de marzo de 2009 en la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM