Siempre me han llamado la atención los navegantes. Será porque les pienso locos antes que héroes; despistados que por mera necesidad de ubicación existencial surcan los mares, imaginando y fantaseando sobre lo que hay más allá de esa misteriosa e inalcanzable línea disuelta entre los azules del paraíso y el caos, que suele ser el horizonte. Esos locos fueron los que, en buena medida, hicieron que las “tierras hasta entonces conocidas” fueran insuficientes, porque cual cárceles, sus fronteras aprisionaban de mala gana la insatisfacción que, andando el tiempo, toda certeza produce.
Para los que nunca tuvimos la oportunidad de lanzarnos a esos mares misteriosos, cuna de monstruos y caos, de mitos y paraísos, sea por falta de agallas o por las mentadas circunstancias propias del mundo contemporáneo, nos queda el gozo de los apuntes que aquellos locos dejaron tras de sí, en sus cuadernos de bitácora, cuyo contenido son las notas sobre rumbo, velocidad, maniobras y demás “accidentes” de navegación. Sí, accidentes de navegación. Porque –¿acaso es necesario decirlo?– navegar es accidentarse una y otra vez para hallar el rumbo propio. Y aquí valdría la pena desechar de entrada concepciones negativas de “accidente”: después de todo nuestro continente entró al mundo “occidental” por un accidentado tropezón de un navegante testarudo, o si se prefiere, muchos de nosotros somos producto del accidente de pronóstico reservado que llamamos amor…
En la medida en que ayuda a subsanar nuestra incapacidad de ser navegantes, yo guardo reverente admiración a la bitácora, esa suerte de armario que esconde el secreto fundamental de toda navegación: la aguja de marear. Gracias a ella se puede saber hacía dónde está el norte, pero su virtud es que no obliga ni dicta ruta predeterminada, al menos no para los navegantes que son locos. Porque ir al norte no es necesariamente la mejor opción, aunque sea preciso saber dónde se halla. Miren ustedes a nuestro país: se mueve con mayor soltura e inteligencia hacia el sur, pero hay imbecilidades contumaces que lo prefieren a la deriva en su obstinada ruta hacia el norte. Por fortuna, el día de hoy, aunque sabemos dónde está el “norte”, nos asomamos a un cuaderno de bitácora que nos habla del y desde el oriente de la ciudad de México, que nos habla de la trascendencia de aventurarse por los caminos poco trillados, por los senderos que se inventan a cada paso, y no los “freeways” del norte, de los perfectos puntos cardinales dictados desde la costumbre y la conveniencia, desde el capital y la mercancía, desde el individualismo hipócrita que se piensa sin vínculo alguno con los demás.
Es, debo decirlo, un cuaderno un tanto sorprendente. Primero por su factura: recuerda en todo momento el vértigo de la marea repentina. Su diseño es un viaje microscópico que se completa en cada página. Si bien en algunas de ellas se repite el color, lo cierto es que su uso crea la ilusión de no encontrar una sola página que se repita. Quiero decir: es toda una experiencia visual, y con ese solo hecho bastaría para tenerla en cuenta, independientemente de sus contenidos textuales. La sucesión de fotografías retocadas o no, la constante ruptura de las “cajas” del texto, le dan un movimiento tan festivo que, lejos de la saturación y el mareo, seducen cual canto de sirena: una vez “percibido”, dan ganas de perderse en su interior, aun cuando de que se corra el riesgo de ser devorado; un riesgo, por lo demás, muy real.
Y es que, en efecto, a través de sus páginas, el lector de la revista del FARO de Oriente se siente devorado, mejor dicho, engullido por el remolino de “experiencias vitales” que inundan sus contenidos. Bitácora se abre con sucintas reflexiones de gente que ha vivido y crecido con el FARO. Lo interesante, al menos para mí, es esa constante que explícita o implícitamente atraviesa todo ese decir: lo valioso de aquella nave de locos es que crea un sentido de comunidad. Una comunidad que libera en tanto que ayuda a “no tener tanta mierda en la cabeza”, afirma Marcos Arón Bárcenas Velázquez; que hace posible la experiencia de la dignidad, lo que ayuda a superar los traumas de clase y la sensación de inferioridad, sostiene Raúl Hernández Pedraza; que ofrece sentido, aliviando el sinsentido, el caos, el tedio, y la pertinaz soledad con que el capitalismo obsequia a todas sus víctimas, particularmente a las marginales, reiteran a su modo tanto María Sánchez Gamiño como Ramona Vargas Sandoval.
Debo decir que me llama mucho la atención que casi ninguno de los que reflexionan en este número hablen sobre el país, la nación o la patria. Conceptos todos ellos tan a la moda que casi no se puede comer sin tenerlos en la punta de la lengua como condimento. Me pregunté una y otra vez la razón de esta ausencia, y tras meditabunda lectura llegué a la conclusión que todos esos conceptos resultan demasiado lejanos cuando no vacuos para quienes hallan en la comunidad el sentido más viable de existencia. Y yo creo que tienen razón: si alguna salvación existe, si alguna alternativa veo al capitalismo salvaje, es precisamente esa reconstrucción de los espacios propios de las comunidades. Lo demás es, por lo general, pura perorata que en el mejor de los casos da de comer debido a que son muy bien pagadas las miles de páginas que se llenan en aras del consumo mercantil. Aquí, en las páginas de este número de la revista Bitácora, no hay nada que aluda a esas ideas banales que con tanto entusiasmo sostienen algunos que se autoadscriben en “la izquierda”, como “globalización con rostro humano”, “globalización desde abajo”, etcétera, etcétera. Aquí, en estas páginas lo que prevalece es la idea de comunidad.
Aprovecho para aventurar una reflexión muy personal que probablemente no agrade al gobierno de esta ciudad. Sinceramente creo que es esta experiencia de la comunidad lo único en verdad exportable del FARO de Oriente. Esa es, en mi opinión, la dirección a la que apunta su aguja de marear. El modelo del FARO, con todo lo interesante que es, me parece imposible de exportar: cada comunidad ha de encontrar “su modo” para crear espacios, recordándolo sí, teniéndolo como referencia sí, pero sin imitarlo ciega e irreflexivamente. Proceder de este modo es asegurarse si no un fracaso, por lo menos sí un éxito muy pero muy discreto, como es evidente en el resto de faros que actualmente operan en la ciudad de México.
Porque la comunidad es el lugar preponderante en donde cada uno de nosotros se vuelve humano. Hay que leer lo que la gente del FARO dice y escribe en esta revista para comprenderlo. Sus reseñas de conciertos en el centro histórico de la ciudad de México, la explicación de los espacios que conforman las instalaciones del FARO, sus reflexiones sobre grupos musicales con propuesta y sobre el cine, versan todo el tiempo sobre esa circunstancia. Por ejemplo, lo que una de las maestras talleristas escribe:
“Nunca pensé, dice Marcela Navarro, después de trabajar en la iniciativa privada que me iba a encontrar un lugar de trabajo tan libre. Siempre que llegas a un lugar nuevo, te imaginas cómo serán tus jefes, o tus compañeros de trabajo, te visualizas detrás de un escritorio o dentro de un salón frío; esto en particular es lo que hace diferente al FARO, que logra que la gente encuentre lo que busca y hasta lo que no pensaría encontrar. Me volví parte de un sueño”.
En otras palabras, resulta que la experiencia de la comunidad es tan distinta y distante a los espacios y dinámicas de la iniciativa privada y del servicio público, que parece efectivamente un sueño, en el que prácticamente todo es posible, lo mismo modificar historias tradicionales como Pedro y el Lobo para convertirla en historia de conciliación entre “el hombre y su entorno, que es finalmente lo que necesitamos como sociedad”, escribe el artista plástico Luis Gabriel Vázquez Hernández, que “desordenar el orden que nos aprisiona”, como nos recuerda Ian al escribir sobre la historia de la radio en Francia.
Algo valioso ha de tener este sueño a juzgar por su capacidad de convocatoria. Quien conoce aquella nave que surca por los mares del oriente de la ciudad de México no puede dejar de sorprenderse por su enorme capacidad de convocatoria. Sus instalaciones casi siempre se hallan saturadas por gente de la zona y de lares muy lejanos. Sus eventos, sean del tipo que sean, parecen casi siempre hormigueros. A menudo el FARO nos obsequia algo ya poco frecuente en las instituciones académicas: los auditorios y espacios llenos, con gente entusiasta, siempre dispuesta a participar y con una pregunta rondándole la mirada. Lo mismo sucede en este número de Bitácora. En sus páginas pueden hallarse las reflexiones de Noemí Cadena, productora de televisión, cuya mirada sobre la televisión no comparto del todo; del fotógrafo Anotnio Turok, cuyas palabras sobre el sincretismo perceptible en el oriente de la ciudad son en verdad sugerentes; del artista cubano Mario Gallardo Muñoz, para el que la boina estilo Che sigue siendo bandera e insignia; del lingüista David Cristal, cuya preocupación por las diferentes lenguas que se hablan en la ciudad es la preocupación de muchos pero no del discurso hegemónico gubernamental; de la bailarina Cyntia Cerón, que habla desde ese mundo de la danza tan desprotegido por las políticas culturales gubernamentales; y del psicólogo social Juan Soto Ramírez, que desde la sutil diferencia entre metáfora y analogía, indica los derroteros, a veces compartidos, de la lucha libre y la lucha social.
Lo que me importa destacar es que a diferencia de lo que sucede en otras revistas, particularmente en las de carácter académico y en aquellas que se denominan a sí mismas “culturales”, en las que “lo popular” y “lo marginal” aparecen como invitado esporádico, pero sobre todo como “objeto” de estudio, en Bitácora “lo popular” y lo “comunitario” toman la palabra para decir sus miradas. Se trata, en el mejor sentido de la palabra, de un asalto. Cual prometeos del oriente, roban el fuego de la palabra del reputado inalcanzable cielo, para moldearlo a su antojo en una tierra carente de promesas pero muy llena de realidades extraordinarias. Lo mejor es que Bitácora muestra su consistencia al abrirse al diálogo persistente con aquellos que provienen de los circuitos culturales privilegiados en este país como la UNAM, Conaculta, San Carlos, La Esmeralda, la UAM, etcétera. Y soy de la opinión de que no lo hace como práctica esporádica o de revestimiento, sino como un “tú a tú” buscando construir algo diferente.
El resultado de este diálogo es de lo más curioso, puesto que hace pensar, o por lo menos a mí me lo hace pensar, en la aparición de nuevas miradas y nuevas mitologías, cuyo alcance ya no está en control de los que escriben, editan y publican esta revista. Por ejemplo, cuando acaricie a una mujer ¿cómo podré liberarme de ese poema escrito por Aleida SierraVelázquez, que dice:
Recorriste mi cuerpo con labios
prohibidos, viejos, usados.
Tu lengua paladeó mis senos,
mordiste mi piel como si fuera una fruta.
Anclaste en el sexo sin decir palabra,
me dejaste hablar sola,
amarte sin razón.
Me comiste los secretos
hasta llegar a mi
dolor.
En este sentido, el FARO contribuye de manera destacada a la creación y evidentemente la transformación social y cultural de esta ciudad, y muy probablemente, de otras latitudes. Por eso no tengo la menor duda que a partir de este número habrá más gente “externa” que querrá ser partícipe de este sueño convertido en revista. Me congratulo de ver que el FARO ha encontrado un sendero más que navegar.
Comencé esta intervención hablando de los navegantes, las bitácoras y las agujas de marear. Pues bien, para mí el FARO es desde su fundación una nave de locos. Lo sigue siendo pese a que actualmente los cantos de sirena de la fama les sigan el paso. Espero en verdad que ni los flashes ni los reconocimientos ni las notas de periódico ni los viajes les hagan perder piso. Por fortuna, hasta ahora siguen siendo una nave de locos. Y es precisamente por eso que el FARO me gusta. Para él, su tripulación, sus integrantes, tengo siempre una admirada reverencia. ¿Qué otra cosa puedo tener para ellos yo, que me muevo más por los senderos terrestres?, ¿qué otra cosa puedo ofrecerles cuando me siento visto desde un ojo muy parecido al sol que traza un colorido camino urbano en el que ser pata de perro ya no es ofensa, sino dimensión, talante; cuando esa mirada prefiere ver lo que ningún prócer quiso ver, según se desprende de una composición artística que ilustra la portada de este número? Ni más ni menos que mi admiración y mi agradecimiento por darme la oportunidad de acompañar los inicios de esta nueva aventura faresca. ¡Larga vida a los locos!
(Leído el 4 de septiembre de 2008)