Y estaba yo, soportando las consecuencias de un dolor físico, cuando este fantasma apareció en las sombras de mi cuarto. Su vestimenta, su olor agrio, su espada, sus cuentas de vidrio, su cruz, me hicieron sentir escalofrío. Y fue entonces cuando su monólogo comenzó:
Mirad –me dijo–, mirad lo que sucede en vuestras tierras. Mirad cómo sois felices recordándonos. Mirad a vuestro presidente que propaga la nueva palabra divina de la democracia, la tolerancia y la unidad, mientras a sus espaldas golpean una y otra vez a esos indios mazahuas que reclaman por promesas incumplidas. Mirad que nosotros traíamos la espada antes que la cruz y vosotros traéis el tolete antes que el consenso. Aunque mirad bien, y hallaréis que nos diferenciamos en una cosa, además del tiempo: nosotros obramos según el designio de Dios, en la inteligencia y creencia de traer a esos pobres indios “civilización”. Vosotros actuáis convencidos de que lo mejor es la barbarie, sin el cobijo de la fe. Nosotros dijimos incluso en boca del jesuita preciso: “templar antes que castigar”. Vosotros parecéis decir: “castigar siempre sin templar”.
Después se quedó en silencio, supongo que orando.