lunes, septiembre 04, 2006

Faro de Oriente: velador constante del estrecho

Es de todos sabido que en mares procelosos las estrellas son la salvación de cualquier navegante. El hombre, a fin de cuentas sublime y a veces extraviado imitador de la naturaleza, inventó los faros con el fin de hallarse en medio de la oscuridad y el vaivén de olas y temores. De allí la naturaleza de los faros: punto de referencia, símbolo de llegada, alegoría de toda frontera y límite que ilumina difusamente desde riberas conocidas el posible camino a seguir en senderos desconocidos.

Por desgracia y fortuna, la ciudad de México –esa mole de autos, aglomeraciones, sueños rotos y utopías vertidas en cada ventana, en cada mirada– continúa siendo el mar al que el país se vuelve una y otra vez. En ese mar urbano parece gestarse, quiérase o no, por voluntad propia o por la dinámica misma de lo que la gente construye sin darse cuenta cabal de ello, un futuro inédito para nuestro país. Y justo allí, en ese mar objeto de deseos, mitos, descalificaciones, y una que otra certeza, destaca, iluminando desde sus riberas marginales, la Fábrica de Artes y Oficios de Oriente, mejor conocido como el Faro de Oriente.

El Faro de Oriente es por mucho el mejor proyecto que pudo cobijar el gobierno de la ciudad de México. Y es que a diferencia de otros proyectos, éste no fue respuesta a una desesperación ni fue producto exclusivo de la distensión. El Faro de Oriente nació de un impulso que viene de lejos: la creatividad de una cultura popular que cansada de ser absorbida por la cultura de las elites, decide construir su propio espacio e iluminar los múltiples trozos de una realidad siempre y convenientemente negada desde los bonitos escaparates del comercio cultural. En el Faro de Oriente la gente aprende a hablar desde su realidad y no sobre la realidad, como sucede con tanta frecuencia en instituciones culturales y académicas.

Lo que en el Faro de Oriente se produce exige apertura, cuestiona verdades inamovibles, y sugiere y explora caminos a seguir. Visitar el Faro de Oriente es comprender de golpe la pertinaz ceguera culpable que hemos padecido. Y en esta tarea lleva ya seis años, muchas veces contra todo pronóstico, contra múltiples oposiciones –amigas y enemigas–, e incluso contra algunas censuras que las “buenas conciencias” han intentado en su contra, en aras de una educación mistificadora llena de rosarios antes que de reflexiones.

Los éxitos del Faro de Oriente se miden por las transformaciones que genera en la gente y por los reconocimientos obtenidos. En este sentido, las luces del Faro de Oriente han llegado muy lejos: de París a Washington, de ciudad Neza a Xalapa, del oriente de la ciudad de México a sus corredores culturales privilegiados y universidades –a veces anquilosadas entre un deber ser comprado y un ser negado.

Por eso, en este su sexto aniversario, es necesario rendirle un homenaje. Un homenaje, primero, a toda la gente –niñas, niños, mujeres, hombres, lesbianas, homosexuales– que en su espacio se aglutina y reinventa la realidad en función de su capacidad creativa. Un homenaje, después, a quienes desde sus puestos directivos han sido vehículo de una profunda corriente popular que, como siempre, habla más sobre este país que muchos de quienes desde atalayas lo intentan con escaso éxito. Y por último, un agradecimiento a un gobierno que supo apoyar un proyecto de esta índole.

No me resta sino culminar manifestado un deseo: que el Faro de Oriente siga iluminando los posibles caminos a seguir, y que sepa sortear los inestables vientos políticos. Desde este espacio rindo homenaje a la referencia, al símbolo, a la alegoría. Enhorabuena a todos los que forman y conforman el Faro de Oriente.