Llevo años asistiendo a un club que se construyó y equipó por la entonces existente Secretaría de Programación y Presupuesto y que ahora pertenece a la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural. A diferencia de entonces, sus usuarios ya no necesariamente pertenecemos a una instancia gubernamental, dejó de ser exclusivo para quienes eran empleados del gobierno. A la hora que voy el club se encuentra lleno de mujeres y hombres maduros y de la tercera edad. La mayoría vamos a las 6 am porque trabajamos, pero los hay que van porque, jubilados, no pueden dormir.
La convivencia en los vestidores es peculiar. Por supuesto, hay grupos de amigos, pero por momentos las 30 o 40 personas que coincidimos nos unimos a la discusión de un tema general. Hace un año, este tema era la elección. Para mi sorpresa, en ese entonces, casi todos se manifestaban a favor del entonces candidato López Obrador. A lo largo de los años previos este político era más bien objeto de sorna y desprecio. Sin embargo, los excesos cometidos por Peña Nieto, aunada a la decepción de las gestiones panistas, abrieron la puerta para “darle una oportunidad” al tabasqueño. Salvo tres o cuatro, el resto efectivamente votamos por López Obrador. Los días siguientes a la elección del año pasado, en el vestidor se percibía euforia. Se hablaba como si una gran gesta hubiese ocurrido. “Estaremos mejor” se decían unos a otros. Estaban los que afirmaban que sería el mejor presidente de la historia.
Un año después la situación es diametralmente opuesta. Esa amplia mayoría ahora afirma estar arrepentida de haber votado por él. Los tres o cuatro que el año pasado acribillaban la candidatura del ahora Presidente mueven el dedo juiciosamente: “se los dijimos”. Dos o tres aún lo defienden, no tanto por lo que ha hecho, sino porque “si a su administración le va mal al país le irá mal”. Lejos de la euforia lo que hay es enojo, desconcierto, numerosas mentadas de madre. Todos los días se descalifica a la actual administración, los defensores del Presidente sufren asedio.
En medio de una discusión un tanto subida de tono me preguntan si no estoy arrepentido de haber votado como lo hice. Confieso que jamás me arrepentiré de votar en contra del PRI y del PAN. En las elecciones pasadas había tres opciones: no votar, anular el voto o votar por el actual Presidente. Decidí lo último y no me arrepiento. Aún no. Inmediatamente se lanzaron en mi contra. La paciencia no es lo mío pero hice un esfuerzo supremo. Su enojo, les dije, es muestra clara de que algo está pasando. Puede que no nos guste su forma de hacer política, puede que no estemos de acuerdo en todo lo que hace –yo no lo estoy–, puede incluso que el actuar del Presidente nos llene de desconfianza, pero no cabe duda que algo está pasando. Difícil es saber si las cosas mejorarán o si el resultado final de este sexenio será favorable a la mayoría de los mexicanos. Afirmarlo en este momento es un acto de fe, de igual modo que augurar un naufragio es mala fe. Pero algo está pasando. Tan lo está que por lo menos hubo euforia y ahora hay enojo: en un país en el que la indiferencia era la moneda de cambio corriente esto, de por sí, es un gran logro.
Dado que mis interlocutores por lo menos escuchaban, continué: la presente administración lleva gestionando oficialmente seis meses. No es mucho, tampoco es poco. La convocatoria del Presidente al Zócalo el mes que viene muestra muchas cosas, entre ellas que necesita legitimarse porque no todo ha salido bien. La variable Trump vino a complicar aún más lo de por sí ya complicado, pero las variables Rusa, China, India parecen estar perfilando un contexto internacional que quizá nos beneficie. Insisto, algo está pasando. Lo que el Presidente intenta, esto es, detener la caída y degradación del país, mitigar la desigualdad, impulsar la producción y avanzar en una dirección menos desastrosa es una tarea colosal. Pienso que entre perder por lo grande o ganar por lo bajo esto último es mejor. Eso es lo que pretende el Presidente.
Por supuesto hay que criticarlo, dije mientras me ponía los zapatos. Uno de los objetivos más importantes de la democracia es que el ciudadano establezca como criterio básico de su existencia la distancia con respecto al poder y el compromiso con su sociedad y su país. Enojarse no sirve de mucho, dije esperando no me mentaran la madre. Señalemos lo que nos parece mal, dejemos que los militantes y fieles se desvivan en la defensa de lo que piensan está muy bien, observemos a los otros militantes y fieles (los del PRI, los del PAN, los neoliberales) que critican desde su perspectiva, analicemos y no caigamos en el discurso absoluto de los políticos ni en sus falacias. Una de las cosas más desesperantes para mí es que los funcionarios del actual gobierno sean tan incapaces de matizar lo que el Presidente afirma en sus conferencias mañaneras. En ellas, además de informar, el titular del ejecutivo está haciendo política. Sus subordinados, encargados de operar, no saben matizar, no saben construir un discurso asequible, piensan que lo suyo es reproducir las generalizaciones, los juicios fulminantes, las descalificaciones, olvidándose de operar con una población que, como ustedes, pasa de la euforia al enojo, del apoyo al cuestionamiento, de la certeza a la duda. ¿Por qué carajos hacemos lo mismo?, ¿qué ganamos? Quizá aquí habría que discutir por temas, los hay cuestionables (ecología, derechos humanos, migración); los hay loables (combate a la corrupción, apoyo a los menos favorecidos, etcétera); los hay inciertos (nacionalismo, energías renovables y no renovables, educación, investigación, economía, etcétera). Sería más provechoso, dije ya levantando mi maleta.
Después de esta verborrea por lo menos no me gané una segunda mentada de madre de quienes como yo estaban listos para partir. Nos despedimos. Me fui pensando en todo lo que ha cambiado en un año. Algo está pasando me digo, casi como mantra. Veremos a dónde va a dar.