No dejan de sorprenderme los múltiples finales del siglo XX que se alegan. Leo con algo de azoro que para algunos la muerte de Fidel Castro puede entenderse como el fin del siglo pasado. Otros, en latitudes latinoamericanas, afirman que recién terminó el “largo siglo XX” con la salida de Inglaterra de la Unión Europea. Personas, hechos, muertes aisladas que por representativas, supongo, se usan para liquidar un siglo. Me parece que todas estas argumentaciones olvidan que lo siglos históricos se definen por un conjunto de fenómenos sociales y no por hechos aislados, por más significativos que a los contemporáneos les parezcan.
Pero si es muy necesario mantenerse en esto de lo significativo, puede lanzarse la pregunta de si la "simultaneidad" del triunfo de Donald Trump en las elecciones estadunidenses y la muerte de Fidel Castro en Cuba expresa algo en torno a nuestra época. Quizá en las posibles respuestas a esta pregunta se halle algo relevante.
El triunfo de Donald Trump es el de la barbarie incluso dentro de la barbarie capitalista. Su "elección democrática" (ya se está cuestionando el sistema electoral estadunidense) es la afirmación contundente de la muerte de la política. Su campaña, sus tumbos declarativos, los perfiles de su gabinete, tienen una lógica empresarial que irrita incluso a los empresarios que aún se someten a ciertas reglas del juego capitalista. En este sentido hay una sinceridad escalofriante en Trump: lo que nos dice es que la vida social debe someterse a las exigencias llanas y brutales de una lógica empresarial que “ha sabido hacerla” incluso pasando por sobre las leyes que en su ejercicio intentan limitar esa avidez de “hacerla y en grande”. Por eso Trump puede decir una cosa por la mañana y otra por la tarde: fluctúa como los mercados, como la ganancia. Lo que ofrece es precisamente eso: quitarse las molestas máscaras de la política para que reine la barbarie, sin tapujos, sin culpa, sin óbice alguno. Eso ofreció, eso hará, y eso fue precisamente lo que los votantes compraron. Esto es lo que hace ver a Brack Obama tan desconcertado: un mínimo creyente en la política no sabe qué hacer ante la ovacionada muerte de ésta en un proceso electoral.
La muerte de Fidel Castro es también la muerte de la política. A diferencia de Trump, Castro dirigió una revolución, perfiló un país, lo insertó en el discurso geopolítico, comandó algunos logros y también muchos hundimientos. Amado o denostado, lo que no puede negarse es su fascinación por la política: sus largos discursos, su forma de entender al Estado como una entidad que debía ocuparse de su sociedad (al extremo, es cierto, de ahogarla), su solidarizarse con procesos de liberación internacionales, su saber (que nunca fue poco), etcétera, hablan de un personaje que tuvo a lo político como razón central de su existencia y también de la existencia misma de la sociedad. No la política como la entendemos nosotros, no solamente la que se vive entre partidos (o en su caso en su partido), sino la que moldea a la sociedad en una convivencia más orgánica, colectiva. Puede discutirse mucho y largamente sobre lo que algunos llaman “falta de democracia” en Cuba durante la era de Castro, pero hay que subrayar, siempre, que esa crítica se hace desde lo que se entiende por “democracia liberal”, que se basa en el mercado y la “representación”, haciendo caso omiso de “lo político” y la democracia directa. Estudios serenos, con el tiempo, darán cuenta de todo esto. Nos ayudarán a entender lo sucedido, siempre y cuando no se hagan desde el dogma, sea para atacar o para defender.
Entonces, quizá, pueda afirmarse que la simultaneidad del triunfo de Trump y la muerte de Castro es la constatación de la muerte de la política. Pero hay que ser sinceros: ella lleva muerta décadas. En realidad, esa simultaneidad es la total desaparición del tufillo de un cadáver que por pena, nostalgia o gana arrastramos de un lado a otro. Un cadáver que al parecer, hoy, no tiene sustituto ni renace.
Desde esta perspectiva, el siglo XX terminó hace tiempo: su extenderlo hasta hoy solamente es ese tufillo que unos y otros usan para llenar páginas de opiniones ante una ausencia que parece no remediarse con nada.