miércoles, octubre 28, 2015

Pronunciarse no exime de asumir las consecuencias

En las actuales condiciones, pronunciarse por cualquiera de los candidatos a la rectoría de la UNAM es aceptar de hecho que la forma de esta designación, con todas sus implicaciones, es la correcta. Puede argumentarse que formalmente el mecanismo ideado hace décadas para designar un rector en la UNAM es adecuado en tanto que, por un lado, salva a la máxima casa de estudios de ser rehén de sus propios grupos políticos, particularmente de los que apelan a estrategias de presión para obtener sus prebendas, y por otro, establece un mecanismo de diálogo y negociación con su principal fuente de financiamiento, esto es, el gobierno federal. Sin embargo, esta argumentación es dolosa porque deliberadamente ignora que, de hecho, amparados en este mecanismo, varios grupos políticos se han enquistado en el poder universitario (la Junta de Gobierno es su muestra más clara), y que a menudo ese supuesto “diálogo” es en realidad un sometimiento a las directrices del gobierno en turno. De aquí que el tema de los méritos universitarios para ser rector sea lo de menos frente a un “oficio político” que pueda representar con eficacia ciertos intereses ante la comunidad universitaria y no, como cabría suponer, los intereses de la comunidad universitaria frente al resto de los intereses. Por esta razón, los universitarios (investigadores, profesores, trabajadores y estudiantes) inciden escasamente en esa designación. Después de todo, no son sus intereses los que están en juego sino los intereses de esos grupos políticos, y por sobre todas las cosas, los del gobierno federal.

Incluso, haciendo gala de una ingenuidad atroz, podría decirse que no está del todo mal que el gobierno federal tenga su incidencia dentro de la UNAM, puesto que de él proviene el dinero. Semejante argumentación incurre en el error de equiparar la lógica económica con la dinámica académica y la lógica y alcances del saber. Por debajo de este error, además, se ignora el hecho de que “el gobierno” no es una abstracción, sino que representa a su vez un conjunto de intereses que, en el caso de México, está a favor del negocio y el capital. Por esta razón, para ellos, la educación –de cualquier nivel– no es una inversión sino un gasto que es necesario justificar en función de evaluaciones, viciadas todas ellas. En este sentido, la tentación de arrojar la UNAM (la universidad más importante de este país y del continente americano) a la lógica del mercado, el negocio y la mercancía es enorme y hay muchas presiones en ese sentido. Como lo ha demostrado la educación privada, que más allá de su dudosa calidad lo que tiene de característico es la “adaptabilidad” al mercado, ella, la educación, es un negocio jugoso. La UNAM, además de ser molesta por su enorme calidad, podría ser un gran negocio, no cabe duda. Lo único que hay que hacer es minar su espíritu público con “oficio político” y con la ayuda de todas esas políticas que hasta ahora se han llevado a cabo dentro de la propia institución para minar la solidaridad entre la comunidad misma, evitando de esta manera una respuesta en conjunto a todo aquello que la pone en riesgo. El hecho de que en este proceso se hayan inscrito 16 candidatos y la Junta de Gobierno haya aceptado a 10 de ellos es evidencia de esta fragmentación, al parecer ya irreversible.

Como es evidente, desde los medios de comunicación masiva, que se sabe no son independientes, hay una orquestada y masiva estrategia de apoyo a uno de los candidatos. Dejando de lado su escaso lustre universitario, es claro que el énfasis implícito de su candidatura es su supuesto “oficio político” por haber fungido como funcionario de tercer nivel en el actual gobierno federal. Y ese es el problema: claramente su “oficio político” es el que requiere y necesita el gobierno federal ante la UNAM. Podría discutirse largamente en torno a su experiencia universitaria (director de un Instituto de 15 investigadores) y si su “oficio político” le da para una institución que es mucho más amplia y compleja incluso que cualquier subsecretaría de Relaciones Exteriores. Pero esa discusión es inútil. Porque de lo que se trata, en realidad, es de la colisión de dos intereses irreconciliables: los del gobierno federal ante la UNAM y los de la comunidad universitaria, que debieran prevalecer ante cualquier otro interés. Lo de la UNAM es el saber,  la academia y su incidencia en la sociedad, en favor de la sociedad misma y no única y exclusivamente en favor del mercado y la acumulación de riquezas.


Pronunciarse, ahora, por cualquiera de los candidatos a rectoría es, con dolo o sin él, aceptar que es la forma correcta de designación, con todas sus implicaciones.