miércoles, noviembre 04, 2009

Dadle al César lo que es del César y a la iniciativa privada lo que es de la iniciativa privada

A menudo usamos palabras cuyas implicaciones nos son elusivas. Por ejemplo, la de “impuestos”. Un documento elaborado por el Programa de Presupuesto y Gasto Público del Centro de Investigación y Docencia Económicas, sostiene que los impuestos son una fuente muy importante de ingresos para el gobierno, y en otro lugar se afirma que el Estado devuelve a la sociedad la extracción impositiva a través de bienes públicos como la educación y los servicios como la luz, la impartición de justicia y la seguridad. Así, los impuestos son al mismo tiempo “ingresos” y “extracciones”. En esto no hay contradicción alguna, pues efectivamente puede obtenerse lo uno por medio de lo otro, como lo demuestra el narcotráfico con su ya tristemente célebre “derecho de piso”. Ciertamente tiene un notable tono parasitario, pero para el caso del Estado, precisamente por sus bienes y servicios, no lo es, o por lo menos no lo es tanto, y además tiene su justificación plena.

Sin embargo, sí hay una diferencia considerable entre gobierno y Estado. Si se atiende al proceso formal por medio del cual se aprueba la Ley de Ingresos en este país, queda claro que los impuestos debieran ser un asunto de Estado, no de gobierno. De lo contrario carecería de sentido que el poder Ejecutivo envíe al poder Legislativo su propuesta de Ley para ser aprobada con o sin modificaciones. Por eso no se equivocan los diputados que al calor del debate actual sostienen que los impuestos son necesarios e indispensables para el funcionamiento del Estado. En efecto, sin ellos acabaría desintegrándose. No viene al caso discutir aquí las diferentes concepciones de Estado que existen en la historia del pensamiento político, baste con decir que sin impuestos ni educación ni luz ni justicia ni seguridad podría ofrecer el Estado, y por lo tanto, su existencia sería absurda. De aquí que aquella Ley de Ingresos está animada preponderantemente por una política de Estado que trasciende los alcances y veleidades del gobierno en turno.

Sostener lo anterior es, por supuesto, hacer referencia a un mero ideal, es hablar de un “deber ser”, es insistir en un aspecto formal que se agota en su solo planteamiento. En nuestro país, como lo demostró con creces el reciente debate en torno a la Ley de Ingresos 2010, los impuestos obedecen a cosas muy diferentes de una política de Estado, y adolecen de falta de justificación alguna por al menos tres razones.

La primera tiene que ver con lo que “teóricamente” el Estado devuelve a la sociedad por la extracción impositiva que le hace. Ni los bienes ni los servicios que ofrece son tales. Los gobiernos neoliberales acuden al expediente del subterfugio para darnos “liebre por gato”. Nos dicen que el problema de los bienes y servicios es que deben de ser “de calidad”, razón por la cual intentan hacer pasar por justa una mayor extracción de dinero a través de los impuestos. Pero resulta que un bien o un servicio es de calidad o no es una cosa ni la otra. El diccionario de la Real Academia ofrece la siguiente definición de servicio: “Actividad llevada a cabo por la Administración o, bajo un cierto control y regulación de ésta, por una organización, especializada o no, y destinada a satisfacer necesidades de la colectividad”. La satisfacción de una necesidad no puede hacerse a “medias”; se la satisface o no se la satisface.

Si se considera lo dicho párrafos atrás, queda claro que el Estado mexicano no satisface las necesidades de luz, de impartición de justicia ni de seguridad de la población en su conjunto. Lo mismo sucede con los bienes: la educación, si bien pretendidamente universal (al menos la básica), no satisface las necesidades sociales en tanto que sus contenidos dejan mucho que desear, como lo demuestra la prueba “Enlace”. Entonces, en México, la devolución de la “extracción impositiva” del Estado a sus sociedad no corresponde con los impuestos que le cobra. Se trata de una relación inequitativa y asimétrica: se quita mucho y se da muy poco. Y lo que es peor es que a la sociedad se le pide que haga caso omiso de este hecho en aras de bienes y servicios “de calidad” que algún día llegarán. En pocas palabras: “te cobro en virtud de una promesa que, te juro, llegará con el tiempo”.

La segunda se relaciona directamente con la plena conciencia del gobierno de su imposibilidad e incapacidad para ofrecer bienes y servicios a cambio de la extracción de impuestos. “Adelgazar” al Estado, dejar en manos de la iniciativa privada los bienes y servicios que teóricamente corresponden al Estado y en virtud de los cuales cobra impuestos, es reconocer, si se quiere de manera inconsciente, que éstos sirven para fines distintos a los que corresponden al Estado. Esas “extracciones impositivas” no se devuelven a la sociedad en bienes y servicios, puesto que el Estado ya no los provee. Al más puro estilo parasitario el gobierno extrae recursos que no devuelve, no sólo porque carece de intención, sino porque ya no tiene los medios para devolverlos (la educación no está en sus manos sino de una “lidereza” y la iniciativa privada; la luz tampoco está en sus manos, pues invita a la iniciativa privada a apoderarse aún más de ella; la justicia y la seguridad no sólo son ineficientes sino que dejan en manos de instancias privadas o parvadas de paramilitares su juicio y ejecución, como está sucediendo en el municipio de San Pedro Garza García).

Adicionalmente condena a su sociedad a pagar, aún más caro, aquello por lo cual acepta se le quite una parte de sus ganancias derivadas del trabajo. Bajo una bien aprendida lógica católica, el gobierno mexicano dice a su sociedad: “dadle a César lo que es de César, y a la iniciativa privada lo que es de la iniciativa privada”. Es decir, págale al gobierno por bienes y servicios que no te da y págale a la iniciativa privada por lo que te ofrece y hace pasar por “servicios de calidad”.

La tercera razón se nos reveló en el reciente debate sobre la Ley de Ingresos que propuso el poder ejecutivo. Se nos dijo, primero, que el país enfrenta un “hueco” financiero derivado del fin de la era del petróleo. Para aliviarlo, se nos dijo después, es necesaria una alza generalizada de impuestos. Se nos dice ahora que gracias a lo aprobado por diputados y senadores el gobierno podrá cumplir con sus funciones. Queda claro entonces que en nuestro país la política impositiva es un asunto de gobierno, puesto que el Estado es ya prácticamente inexistente, y por tanto, que estos ingresos son necesarios para que el gobierno funcione. En este sentido, la administración actual es prístina: el funcionamiento de uno no significa de ninguna manera los servicios que el otro está obligado a ofrecer a cambio de la extracción impositiva.

Esto fue precisamente lo que se hizo evidente en el debate sobre la alza de impuestos. Salvo un sector minoritario, los actores políticos demostraron que, además de la inexistencia del Estado, para ellos tampoco existe la sociedad. La discrepancia central en cuanto a la Ley de Ingresos se centró en la responsabilidad política del alza de impuestos. La economía, la población, los bienes y servicios durmieron el sueño de los justos en esta discusión. La serie de acusaciones entre los líderes de partidos políticos, adalides de fracciones y el secretario de Hacienda dejaron claro que en la política fiscal prevalece el interés particular de un gobierno sobre el bien general que supone la sociedad mexicana y el Estado. El “hueco” financiero amenaza al gobierno y por tanto exige a su sociedad pagar más impuestos. La oposición, con sus honrosas excepciones, se dio cuenta que de esos impuestos también depende su existencia y su funcionamiento. De tal suerte que al unísono, después de escarceos, amonestaciones, amagues y simulaciones, aprobaron una Ley de Ingresos cuya único objetivo central es el funcionamiento del gobierno. Fácilmente se nos ha demostrado que la lógica parasitaria es insaciable, lo mismo si se habla del César que de la iniciativa privada. Y que la única afectada es la sociedad, condenada a trabajar. En pocas palabras, se nos dijo: "No trabajo, no doy, pero dame dinero para que vele por mi bien".

Estas tres razones permiten formular la siguiente pregunta, precisa y sin retórica: ¿Cuál es el compromiso que la sociedad mexicana debe tener con un Estado inexistente, con una iniciativa privada voraz, con un gobierno parasitario? ¿Cuál?