No es un fantasma lo que recorre el país ni una inconformidad organizada que levanta olas de protesta. Es un malestar profundo. Es la conciencia clara de estar enfermos de algo. En los mercados, en los centros de trabajo, en las plazas, en los lugares de reunión el rumor amorfo que lo dice crece. Se lo escucha lo mismo entre las amas de casa que entre los padres de familia, entre los jóvenes que entre los adultos, entre los fanáticos del fútbol que entre académicos, periodistas e intelectuales. Nuestro país está enfermo. La crisis, la delincuencia, la corrupción, la ineptitud, todo ello son únicamente supuraciones del malestar profundo.
En estas condiciones nos piden, nos exigen votar. La vendimia ha comenzado. La “clase política” apresta sus mejores sonrisas, sus promesas vanas, sus decires estereotipados, sus invocaciones a la patria y al futuro. Lo hacen porque hay dinero y mucho. Nuestra “clase política” cree y afirma la distancia entre ellos y nosotros, los mortales, con cifras llenas de ceros que les benefician. Sin decirlo confirman: la razón la dan los ceros de los cheques quincenales.
Nosotros lo mortales vivimos azorados y dispersos. Atomizados. En nuestros universos particulares padecemos los desatinos de intereses económicos que se hacen pasar por exigencias nacionales. Y nos gana la depresión cuando no la desidia. Organizarse suena a historia de locos, a plazas llenas, a tropicalismos de toda índole.
La solución es más sencilla: ante la evaporación de las instituciones estatales, generemos una inestabilidad institucional que obligue a la redefinición de nuestro país y sus instituciones. Vayamos a votar en julio pero anulemos el voto: que por primera vez en la historia de este país la cantidad de votos anulados sea mayor a la de los votos válidos. Manifestemos así nuestra inconformidad. Hagamos de nuestra atomización la fuerza de una inconformidad electoral muy clara. Digamos ya no más con la anulación de nuestro voto. Sólo necesitamos esto.