Desde las alturas cualquier inferioridad resulta impresentable. Desde el poder lo único presentable son las “nubes celestiales” de su propio autoelogio, mientras que los márgenes y las inferioridades son siempre los infiernos que, por definición, le son impresentables. Desde el privilegio únicamente su propia realidad es presentable. Y los privilegios no son exclusivos de las derechas; también, por desgracia, existen entre las que se autodefinen “izquierdas”.
Impresentable fue la “chusma” que hizo la independencia, que luchó contra las invasiones extranjeras, que vertió su sangre en la revolución. Impresentables también fueron los jóvenes que se opusieron a la “dictadura perfecta” y que por eso padecieron el fuego, la sangre y la represión. Impresentables para la irracional opresión masculina son las mujeres que se niegan a cumplir su “histórico papel” de sumisión y de objeto sexual. Impresentables para los burgueses son los obreros y campesinos. Siempre impresentables para los ricos son los pobres. Impresentable para la “alta cultura” es la “cultura popular”.
Pero son esos impresentables los que le dan sentido a este país, los que alimentan las elucubraciones sofisticadas de la “alta cultura”, los que generan el plusvalor que permite a unos cuantos vivir parasitariamente en nuestro país y en el mundo. Esos impresentables son los que hoy ya no parecen estar de acuerdo con la “normalidad del silencio”, con el rezo de que unos cuantos saben mejor que ellos lo que merecen y les conviene, con la “tranquila idea” de delegar en esos pocos lo que su propio andar marca como horizonte.
A nadie debe asustar que sean ellos, los impresentables, los que hoy irrumpen en el escenario nacional y citadino para decir sus verdades y para gobernarse a sí mismos. Lo que horroriza es que entre los que se dicen de “izquierda” haya quien utilice este epíteto para descalificar a los que han demostrado con creces que el Faro de Oriente no depende ni de títulos ni de apellidos ni del abolengo del que supone ser presentable.
Los impresentables están del lado de las mejores causas, del lado izquierdo. Felicitémonos porque el Faro de Oriente continúa del lado que vale la pena.
Texto en apoyo al nombramiento de Agustín Estrada como director del Faro de Oriente
Dice Tabucchi: los libros de viaje "poseen la virtud de ofrecer un doquier teórico y plausible a nuestro donde imprescindible y rotundo". Hay muchos tipos de viajes: los internos, los externos, los marginales. Este blog quiere llenarse de estos viajes, e invita a que otros sean también, con sus viajes, un doquier para mi donde.
sábado, marzo 10, 2007
lunes, marzo 05, 2007
Vuelta de siglo: luminoso y esperanzador
Desde que comencé a leer libros, hace ya bastantes años, me inventé un juego que pronto se convirtió en costumbre: al concluir la lectura de un libro, debía yo de pensar espontáneamente en una o dos palabras que en su inmediatez permanecieran indefectiblemente ancladas al libro en cuestión. El juego pronto reveló las limitaciones propias de mi lenguaje, que obviamente con el tiempo he ampliado. Este juego, inocente y trivial, ya forma parte cotidiana de mi forma de leer.
Si confieso lo anterior es para señalar que al terminar de leer el libro que hoy nos convoca, Vuelta de siglo, de Bolívar Echeverría, vinieron a mi cabeza dos palabras: luminoso y esperanzador. Lo que a continuación diré tiene que ver precisamente con algunas de las razones y motivos por los que el conjunto de ensayos que lo conforman me parecieron lo uno y lo otro.
Cuando yo entré a estudiar a esta facultad, allá por 1991, el “mundo socialista” daba sus últimas patadas de ahogado. Recuerdo que en las charlas de bienvenida, muchos de mis compañeros estaban convencidos de su vocación para la historia contemporánea. Sin embargo, conforme el “socialismo realmente existente” se desmoronaba, a la mayoría le bastó un semestre para cambiar sus intereses: el que no se dedicó a asuntos prehispánicos se fue a historia del arte; algunos más decidieron asentarse en el siglo XIX, y muy pocos permanecieron con preocupaciones contemporáneas. Este cambio súbito de interés me llamó mucho la atención.
En ese entonces sospeché que en realidad lo que sucedía es que estábamos frente a la “carencia” o “insuficiencia” de elementos con los cuales analizar la realidad que se nos presentaba cotidianamente. En nuestro caso, como estudiantes, atribuía la situación a la ignorancia que nos caracterizaba, pero la explicación perdía su validez al considerar a nuestros maestros, muchos de los cuales, antes aguerridos comunistas, ahora reculaban de sus anteriores convicciones, y muy probablemente echaban al cesto de la basura sus libros de Marx, que por cierto, se acumulaban en las librerías de viejo formando alteros enormes.
Esta misma sensación de carencia, o si se prefiere, de orfandad, me asaltó cuando la aparición del EZLN, el surgimiento de los movimientos antisistémicos, y particularmente con la larga huelga que vivimos en nuestra universidad en 1999. Pensaba que de manera generalizada aún no teníamos elementos con los que analizar la realidad, salvo honrosas excepciones, como el caso de Bolívar Echeverría, en cuyo seminario, que durante tres años tuvimos de manera ininterrumpida (1994-1997) y posteriormente de manera intermitente, abordábamos el análisis de estos procesos desde la perspectiva del cuádruple ethos de la modernidad. Allí, invitados al “mirador” que Bolívar Echeverría había pacientemente elaborado sin abandonar la perspectiva de Marx, nos hicimos de un modo de ver que nos ayudó a comprender y explicar esta nueva realidad que se presentaba ante nuestros ojos.
Ahora, la relectura conjunta de estos ensayos contenidos en Vuelta de siglo, me confirman, una vez más, lo atinado y luminoso (por la claridad que proporciona), de lo que sucedió en aquellos años de nuestro seminario. A lo largo de estas páginas encontramos una mirada nítida que efectivamente cumple con su propia aspiración: el “desciframiento del sentido enigmático que presentan los datos más relevantes de esta vuelta de siglo”.
En primer lugar, Bolívar Echeverría nos dice que en esta vuelta de siglo nos encontramos ante un nuevo sistema civilizatorio que puede ser identificado por diversos fenómenos relacionados directamente con la actividad del autor y con la actividad de instituciones como la UNAM. Me refiero a la “pérdida de hegemonía de la alta cultura” y de su personaje más singular, el homo legens, al que Bolívar Echeverría define como “el ser humano cuya vida entera como individuo singular está afectada esencialmente por el hecho de la lectura”.
El autor, con toda razón, afirma que lo que se tambalea, que lo que está en cuestión, no es el libro y la lectura, sino “el uso tradicional, canonizador y jerarquizante de los libros y la lectura; un uso que ha servido durante tantos siglos a la reproducción del orden y la jerarquía imperantes en la sociedad de la modernidad capitalista”. En lo personal creo que precisamente a esto se debió en gran medida aquella sensación de desamparo a la que hice referencia al principio. Lo que hoy Bolívar Echeverría tematiza como un signo de cambio civilizatorio, lo hubimos de padecer primero como perplejidad.
Lo interesante es que el autor no se abandonó a la parálisis, que es uno de los caminos a los que conduce la perplejidad. Reactualizando una serie de principios teórico filosóficos provenientes de Marx y la teoría crítica, y sobre todo, reivindicando un modo y una manera hispana, latinoamericana y mexicana de hacer “filosofía sin más”, construyó un mirador desde el cual observar este tránsito civilizatorio. Desde allí, Bolívar Echeverría da cuenta de dos fenómenos que también marcan nítidamente este nuevo comienzo civilizatorio.
Por un lado, el autor señala que la modernidad capitalista en esta vuelta de siglo está llevando a cabo una actualización religiosa de lo político, que va precisamente en contra de uno de los principios más caros de la modernidad: la secularización del mundo, su “desencantamiento”. En realidad, nos dice Bolívar Echeverría, no es que Dios haya muerto, sino que solamente cambió su sustentación: “Confiar en la ‘mano oculta del mercado’ como la conductora última de la vida social implica creer en un dios, en una entidad metapolítica, ajena a la autarquía y la autonomía de los seres humanos, que detenta sin embargo la capacidad de instaurar para ellos una sociedad política, de darle a ésta una forma y de guiarla por la historia”. En esta vuelta de siglo lo que vivimos es una religión profana, fundada en el fetichismo de la mercancía: vivimos, dice el autor, el reencantamiento frío o económico del mundo.
Por otro lado, en este pseudoateísmo de la modernidad capitalista en la vuelta de siglo, lo que prevalece, lo que impera sin cortapisa alguna, es una violencia destructiva que carece del núcleo creativo de la violencia dialéctica o trascendente por la que la humanidad había transitado durante siglos. Se trata, fundamentalmente, de una violencia de las cosas mismas. Afirma Bolívar Echeverría:
"La violencia moderna no actúa sobre el individuo singular sólo desde fuera de él, desde los otros individuos singulares o desde la comunidad –como sucede en condiciones no modernas– sino que lo hace sobre todo desde dentro de él mismo, en tanto que es un propietario de mercancía que ha interiorizado en su ethos el impulso productivista del capital, dirigido a someter todo brote de ‘forma natural’ que aparezca en el mundo. Esta perversión de su empleo, que junta en uno a la víctima y al verdugo, es lo que marca la especificidad de la violencia moderna".
Una violencia que si bien durante el proceso en el que la técnica no había alcanzado los niveles de desarrollo actuales, se monopolizaba y era ejercida por los estados nacionales, hoy que pasa precisamente lo contrario, aparece un “nación posnacional” que la ejerce de manera brutal sin importarle que monte un caballo con destino cierto en la barbarie, que es una “región aparte –-dice el autor-–, no en la geografía, sino en la topografía del sistema de las necesidades de consumo, destinada a los seres ‘civilizados’ o propiamente ‘humanos’, cuyo costoso mantenimiento sólo puede sufragarse mediante la creación de un entorno relativamente miserable, destinado a seres marginales, a los que se les regatea la adjudicación plena de la categoría de humanos o civilizados”. Es decir, el “nuevo hombre” de esta nueva región se identifica por el “nivel mínimo de lo humano occidental”.
Por más desolador que sea el panorama, los textos de Bolívar Echeverría son luminosos porque a mi juicio colocan en su justa dimensión la situación actual de la modernidad capitalista en esta vuelta de siglo. Pero al mismo tiempo, en todos los ensayos que conforman su libro, hay un cierto discurso esperanzador que consiste en detectar los caminos posibles por los que se va configurando una resistencia y una rebeldía a esta modernidad capitalista que quisiese desaparecida cualquier discrepancia.
Así, mientras otros lamentan la pérdida de hegemonía de la alta cultura y del los usos canónicos y jerarquizantes del libro y la lectura, Bolívar Echeverría encuentra las posibilidades de una “relectura creativa y democrática de la herencia cultural”. Una herencia cultural que necesariamente ha de pasar por una actualización secular de lo político, un verdadero desencantamiento del mundo que traslade el acento de las cosas a los sujetos autónomos que son los seres humanos, que libere de su enajenación la esencia del ser humano que no es otra cosa que su politización. Afirma Bolívar: “la secularización […] [habría que verla] como un movimiento de resistencia o una lucha permanente contra la tendencia ‘natural’ o arcaizante a actualizar lo político por la vía de la religión; contra una tendencia que debió haber desaparecido con la abundancia y la emancipación”.
Y no sólo: esta herencia cultural de relectura creativa, horizontal y democrática habrá de encontrar en la diversidad y la diferencia de los sujetos lo que la homogeneidad neoliberal niega. En este sentido, resulta esperanzadora la “lectura” que de América Latina hace el autor, puesto que en su “tendencia a la defensa y al cultivo de la pluralidad identitaria en contra y dentro de la unidad” hay un pozo enriquecedor desde el cual extraer experiencias para alimentar esta resistencia. Experiencias cuyo arsenal es infinito si se consideran las estrategias barrocas que una y otra vez aparecen en América Latina y que al parecer definen hoy el tipo de resistencia difusa, inasible, no identificable en un sujeto colectivo concreto, que se está confrontando a la modernidad capitalista. Dice nuestro autor:
"La reticencia por parte del protosujeto, que trabaja anónimamente en contra de la modernidad capitalista, a constituirse en sujeto, proviene sobre todo del respeto que le tiene a su propia diversidad, es decir, de la aceptación militante de un hecho ahora innegable –después de la ilusión moderna de la uniformidad–: la dispersión de los significantes que prevalece como momento esencial de esa resistencia social. Se basa en el reconocimiento positivo de la intraductibilidad del significado de cada una de esas resistencias, no obstante la comunidad secreta de su sentido".
¿Qué otro lugar más propicio para este protosujeto que América Latina, cuya modernidad capitalista parece siempre enrevesada, deforme, incompleta, en ciernes, en vías de desarrollarse?, ¿qué otra cuna mejor que esta América Latina, cuya peculiaridad proviene de la conjunción de diversas estrategias de mestizaje y la presencia simultánea de distintos tipos de modernidad?, ¿qué otro mensaje más esperanzador que este que nos dice que en nuestro modo de ser existe un potencial enorme para oponerse y resistir a la devastación de la modernidad capitalista?
Sin embargo, y con esto termino, no hay que llamarse a error. En modo alguno Bolívar Echeverría esté proponiendo la vida barroca como alternativa a la modernidad capitalista. En el ethos barroco Bolívar Echeverría encontró un modo de vivir dentro del capitalismo. Sus estrategias, en tanto modernas y distintas a las del ethos realista, pueden resultar útiles para algo más que vivir dentro del capitalismo. Se trata de construir un mundo de la vida distinto, un mundo comunista. Concluyo con las palabras del mismo Bolívar: “El comunismo es el movimiento social y político moderno que pretende sustituir, si es indispensable por vías violentas, el orden establecido (orden basado en una exploración y una injusticia carentes de las justificaciones premodernas) por otro diferente, en el que la realización plena de cada individuo sea la condición de la realización plena de la comunidad en su conjunto”.
Texto que sirvió de presentación al libro de Bolívar Echeverría en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. 22 de febrero de 2007
Si confieso lo anterior es para señalar que al terminar de leer el libro que hoy nos convoca, Vuelta de siglo, de Bolívar Echeverría, vinieron a mi cabeza dos palabras: luminoso y esperanzador. Lo que a continuación diré tiene que ver precisamente con algunas de las razones y motivos por los que el conjunto de ensayos que lo conforman me parecieron lo uno y lo otro.
Cuando yo entré a estudiar a esta facultad, allá por 1991, el “mundo socialista” daba sus últimas patadas de ahogado. Recuerdo que en las charlas de bienvenida, muchos de mis compañeros estaban convencidos de su vocación para la historia contemporánea. Sin embargo, conforme el “socialismo realmente existente” se desmoronaba, a la mayoría le bastó un semestre para cambiar sus intereses: el que no se dedicó a asuntos prehispánicos se fue a historia del arte; algunos más decidieron asentarse en el siglo XIX, y muy pocos permanecieron con preocupaciones contemporáneas. Este cambio súbito de interés me llamó mucho la atención.
En ese entonces sospeché que en realidad lo que sucedía es que estábamos frente a la “carencia” o “insuficiencia” de elementos con los cuales analizar la realidad que se nos presentaba cotidianamente. En nuestro caso, como estudiantes, atribuía la situación a la ignorancia que nos caracterizaba, pero la explicación perdía su validez al considerar a nuestros maestros, muchos de los cuales, antes aguerridos comunistas, ahora reculaban de sus anteriores convicciones, y muy probablemente echaban al cesto de la basura sus libros de Marx, que por cierto, se acumulaban en las librerías de viejo formando alteros enormes.
Esta misma sensación de carencia, o si se prefiere, de orfandad, me asaltó cuando la aparición del EZLN, el surgimiento de los movimientos antisistémicos, y particularmente con la larga huelga que vivimos en nuestra universidad en 1999. Pensaba que de manera generalizada aún no teníamos elementos con los que analizar la realidad, salvo honrosas excepciones, como el caso de Bolívar Echeverría, en cuyo seminario, que durante tres años tuvimos de manera ininterrumpida (1994-1997) y posteriormente de manera intermitente, abordábamos el análisis de estos procesos desde la perspectiva del cuádruple ethos de la modernidad. Allí, invitados al “mirador” que Bolívar Echeverría había pacientemente elaborado sin abandonar la perspectiva de Marx, nos hicimos de un modo de ver que nos ayudó a comprender y explicar esta nueva realidad que se presentaba ante nuestros ojos.
Ahora, la relectura conjunta de estos ensayos contenidos en Vuelta de siglo, me confirman, una vez más, lo atinado y luminoso (por la claridad que proporciona), de lo que sucedió en aquellos años de nuestro seminario. A lo largo de estas páginas encontramos una mirada nítida que efectivamente cumple con su propia aspiración: el “desciframiento del sentido enigmático que presentan los datos más relevantes de esta vuelta de siglo”.
En primer lugar, Bolívar Echeverría nos dice que en esta vuelta de siglo nos encontramos ante un nuevo sistema civilizatorio que puede ser identificado por diversos fenómenos relacionados directamente con la actividad del autor y con la actividad de instituciones como la UNAM. Me refiero a la “pérdida de hegemonía de la alta cultura” y de su personaje más singular, el homo legens, al que Bolívar Echeverría define como “el ser humano cuya vida entera como individuo singular está afectada esencialmente por el hecho de la lectura”.
El autor, con toda razón, afirma que lo que se tambalea, que lo que está en cuestión, no es el libro y la lectura, sino “el uso tradicional, canonizador y jerarquizante de los libros y la lectura; un uso que ha servido durante tantos siglos a la reproducción del orden y la jerarquía imperantes en la sociedad de la modernidad capitalista”. En lo personal creo que precisamente a esto se debió en gran medida aquella sensación de desamparo a la que hice referencia al principio. Lo que hoy Bolívar Echeverría tematiza como un signo de cambio civilizatorio, lo hubimos de padecer primero como perplejidad.
Lo interesante es que el autor no se abandonó a la parálisis, que es uno de los caminos a los que conduce la perplejidad. Reactualizando una serie de principios teórico filosóficos provenientes de Marx y la teoría crítica, y sobre todo, reivindicando un modo y una manera hispana, latinoamericana y mexicana de hacer “filosofía sin más”, construyó un mirador desde el cual observar este tránsito civilizatorio. Desde allí, Bolívar Echeverría da cuenta de dos fenómenos que también marcan nítidamente este nuevo comienzo civilizatorio.
Por un lado, el autor señala que la modernidad capitalista en esta vuelta de siglo está llevando a cabo una actualización religiosa de lo político, que va precisamente en contra de uno de los principios más caros de la modernidad: la secularización del mundo, su “desencantamiento”. En realidad, nos dice Bolívar Echeverría, no es que Dios haya muerto, sino que solamente cambió su sustentación: “Confiar en la ‘mano oculta del mercado’ como la conductora última de la vida social implica creer en un dios, en una entidad metapolítica, ajena a la autarquía y la autonomía de los seres humanos, que detenta sin embargo la capacidad de instaurar para ellos una sociedad política, de darle a ésta una forma y de guiarla por la historia”. En esta vuelta de siglo lo que vivimos es una religión profana, fundada en el fetichismo de la mercancía: vivimos, dice el autor, el reencantamiento frío o económico del mundo.
Por otro lado, en este pseudoateísmo de la modernidad capitalista en la vuelta de siglo, lo que prevalece, lo que impera sin cortapisa alguna, es una violencia destructiva que carece del núcleo creativo de la violencia dialéctica o trascendente por la que la humanidad había transitado durante siglos. Se trata, fundamentalmente, de una violencia de las cosas mismas. Afirma Bolívar Echeverría:
"La violencia moderna no actúa sobre el individuo singular sólo desde fuera de él, desde los otros individuos singulares o desde la comunidad –como sucede en condiciones no modernas– sino que lo hace sobre todo desde dentro de él mismo, en tanto que es un propietario de mercancía que ha interiorizado en su ethos el impulso productivista del capital, dirigido a someter todo brote de ‘forma natural’ que aparezca en el mundo. Esta perversión de su empleo, que junta en uno a la víctima y al verdugo, es lo que marca la especificidad de la violencia moderna".
Una violencia que si bien durante el proceso en el que la técnica no había alcanzado los niveles de desarrollo actuales, se monopolizaba y era ejercida por los estados nacionales, hoy que pasa precisamente lo contrario, aparece un “nación posnacional” que la ejerce de manera brutal sin importarle que monte un caballo con destino cierto en la barbarie, que es una “región aparte –-dice el autor-–, no en la geografía, sino en la topografía del sistema de las necesidades de consumo, destinada a los seres ‘civilizados’ o propiamente ‘humanos’, cuyo costoso mantenimiento sólo puede sufragarse mediante la creación de un entorno relativamente miserable, destinado a seres marginales, a los que se les regatea la adjudicación plena de la categoría de humanos o civilizados”. Es decir, el “nuevo hombre” de esta nueva región se identifica por el “nivel mínimo de lo humano occidental”.
Por más desolador que sea el panorama, los textos de Bolívar Echeverría son luminosos porque a mi juicio colocan en su justa dimensión la situación actual de la modernidad capitalista en esta vuelta de siglo. Pero al mismo tiempo, en todos los ensayos que conforman su libro, hay un cierto discurso esperanzador que consiste en detectar los caminos posibles por los que se va configurando una resistencia y una rebeldía a esta modernidad capitalista que quisiese desaparecida cualquier discrepancia.
Así, mientras otros lamentan la pérdida de hegemonía de la alta cultura y del los usos canónicos y jerarquizantes del libro y la lectura, Bolívar Echeverría encuentra las posibilidades de una “relectura creativa y democrática de la herencia cultural”. Una herencia cultural que necesariamente ha de pasar por una actualización secular de lo político, un verdadero desencantamiento del mundo que traslade el acento de las cosas a los sujetos autónomos que son los seres humanos, que libere de su enajenación la esencia del ser humano que no es otra cosa que su politización. Afirma Bolívar: “la secularización […] [habría que verla] como un movimiento de resistencia o una lucha permanente contra la tendencia ‘natural’ o arcaizante a actualizar lo político por la vía de la religión; contra una tendencia que debió haber desaparecido con la abundancia y la emancipación”.
Y no sólo: esta herencia cultural de relectura creativa, horizontal y democrática habrá de encontrar en la diversidad y la diferencia de los sujetos lo que la homogeneidad neoliberal niega. En este sentido, resulta esperanzadora la “lectura” que de América Latina hace el autor, puesto que en su “tendencia a la defensa y al cultivo de la pluralidad identitaria en contra y dentro de la unidad” hay un pozo enriquecedor desde el cual extraer experiencias para alimentar esta resistencia. Experiencias cuyo arsenal es infinito si se consideran las estrategias barrocas que una y otra vez aparecen en América Latina y que al parecer definen hoy el tipo de resistencia difusa, inasible, no identificable en un sujeto colectivo concreto, que se está confrontando a la modernidad capitalista. Dice nuestro autor:
"La reticencia por parte del protosujeto, que trabaja anónimamente en contra de la modernidad capitalista, a constituirse en sujeto, proviene sobre todo del respeto que le tiene a su propia diversidad, es decir, de la aceptación militante de un hecho ahora innegable –después de la ilusión moderna de la uniformidad–: la dispersión de los significantes que prevalece como momento esencial de esa resistencia social. Se basa en el reconocimiento positivo de la intraductibilidad del significado de cada una de esas resistencias, no obstante la comunidad secreta de su sentido".
¿Qué otro lugar más propicio para este protosujeto que América Latina, cuya modernidad capitalista parece siempre enrevesada, deforme, incompleta, en ciernes, en vías de desarrollarse?, ¿qué otra cuna mejor que esta América Latina, cuya peculiaridad proviene de la conjunción de diversas estrategias de mestizaje y la presencia simultánea de distintos tipos de modernidad?, ¿qué otro mensaje más esperanzador que este que nos dice que en nuestro modo de ser existe un potencial enorme para oponerse y resistir a la devastación de la modernidad capitalista?
Sin embargo, y con esto termino, no hay que llamarse a error. En modo alguno Bolívar Echeverría esté proponiendo la vida barroca como alternativa a la modernidad capitalista. En el ethos barroco Bolívar Echeverría encontró un modo de vivir dentro del capitalismo. Sus estrategias, en tanto modernas y distintas a las del ethos realista, pueden resultar útiles para algo más que vivir dentro del capitalismo. Se trata de construir un mundo de la vida distinto, un mundo comunista. Concluyo con las palabras del mismo Bolívar: “El comunismo es el movimiento social y político moderno que pretende sustituir, si es indispensable por vías violentas, el orden establecido (orden basado en una exploración y una injusticia carentes de las justificaciones premodernas) por otro diferente, en el que la realización plena de cada individuo sea la condición de la realización plena de la comunidad en su conjunto”.
Texto que sirvió de presentación al libro de Bolívar Echeverría en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. 22 de febrero de 2007
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