–Te conozco –dice el taxista, despertando las alarmas interiores. Porque en esta ciudad no es frecuente que un taxista diga eso cuando en la madrugada maneja por una calle solitaria y oscura, con un auto siguiéndole los pasos.
Por mi cabeza desfilan las opciones de manera vertiginosa. Bajarse rápidamente de la unidad para correr por las calles de una colonia cuya fama violenta y delincuente es por todos conocida, no parece ser la mejor opción. Además, ya es común que los asaltantes vayan tras las víctimas y les disparen por cobardes. Ya se sabe: les exaspera que los asaltados sean codos y cobardes.
La otra opción es darle un golpe preciso al conductor. A mi alcance está su sien. Recuerdo una pelea en la secundaria, cuando uno de los porros que con frecuencia nos molestaban recibió un golpe así. No sólo se desplomó; gritaba desesperadamente por su ojo, que supongo resultó seriamente lesionado. Pero qué ganaría con ello. Si acaso que el taxi chocara. Y el problema sigue siendo el mismo: cómo sacudirse a los cómplices.
Poco a poco voy entendiendo que no hay opciones. Me digo que llegó el momento de mi secuestro exprés. Recuerdo bien el anterior, cuando el conductor apuntaba su pistola 45 a mi rodilla izquierda, preguntándole a su compañero: "¿Y si le disparamos a este cabrón?".
Mentalmente hago sumas y restas, para saber cuánto se pueden llevar en esta ocasión. La cantidad molesta a mi de por sí ya molesto bolsillo que sólo sabe de deudas. Además, nada más de pensar en reportar tarjetas robadas me mata de güeva. Pero muy filosóficamente me digo: “ni modo”, al estilo yucateco.
–Mas vale que no –respondo al taxista, sosteniendo la mirada que me echa por el retrovisor–. Por tu bien, por el bien de tus cosas, por el bien de tu familia, por el bien de tus amigos, sinceramente espero que no me conozcas –le digo tranquilamente, con esa tranquilidad del que sabe su destino cierto: un secuestro exprés, algunos golpes, mucho maltrato.
Veo cómo una duda cruza por sus ojos. A saber qué habrá pensado. Vuelve a acelerar, no obstante el intercambio de luces que el auto de atrás hace, como recordándole que hay un asunto a tratar en esas calles solitarias y oscuras.
–Déjame aquí, por favor –le solicito.
Pago el monto que me dice, y sigo caminando a mi auto. Imagino que los cómplices desistieron al ver la patrulla frente a la cual descendí.
Pocas veces me ha inquietado tanto que alguien me diga “te conozco”.