El Presidente tiene más razón de la que él mismo públicamente concede. Su ataque a los organismos autónomos tiene como objetivo desaparecerlos para que el dinero invertido en su funcionamiento pueda alimentar los programas sociales que considera más valiosos. Los argumentos que utiliza son políticos. Los acusa de estar al servicio del régimen “neoliberal” que él mismo “liquidó” por decreto en una conferencia mañanera.
Cierto es que esos organismos se han convertido en sede de una burocracia onerosa que sobre todo vela por sus propios intereses. Puestos a elegir, optan siempre por el recurso económico antes que cualquier otra cosa. Un burócrata en forma piensa que el dinero debe ser abundante para él, no para el resto de las instancias del Estado ni mucho menos para la sociedad a la que además de administrar supone dirige “por su propio bien”. Por eso su alianza con el verdadero poder –el económico– es inevitable; no así con el político si carece de recursos o se los escatima; tampoco por supuesto con la sociedad, a la que ve por encima del hombro.
En su discurso, el Presidente López Obrador presenta esta desaparición como justa para “el Pueblo” (cualquier cosa que eso signifique en su imaginario personal). Sostiene que las funciones de esos organismos pueden y deben ser reabsorbidas por las instituciones estatales. En otras palabras, no sólo rechaza la duplicidad de funciones sino que desea la ampliación de éstas en el seno de aquellas, con el consecuente ahorro de recursos para canalizarlos en políticas más útiles según su razonamiento.
Sin embargo, lo que en su discurso el Presidente deja intacto es el tema de la burocracia. En rigor, no pretende su desaparición sino su concentración, y hay que decirlo, su inevitable crecimiento. El propio Presidente es parte de esa burocracia, es su cabeza. Por eso, entiende tan bien las implicaciones de esta modificación que impulsa. Se trata de consolidar una burocracia que si bien no dejará de velar por sus propios intereses, se prevé establecerá una alianza con el poder político en virtud de que ahora éste será el proveedor directo de recursos económicos sin los vericuetos de la autonomía, lo cual para la burocracia existente y porvenir será siempre bienvenido, particularmente en una sociedad tan desigual y empobrecida como la mexicana. Esto es lo que el Presidente omite decir y lo que revela la razón profunda de su proceder. Aunque, como siempre, intente acotarlo a “los de antes”, él está urgido de crear su propio ejército burocrático, tal y como lo hicieron los presidentes anteriores.
Lo anterior es lo que ha despertado dos tipos de oposición. Una, que viene de aquellos que aún disfrutan de estar al interior de esos organismos “condenados” a desaparecer. Es obvio que ven amenazados sus intereses, lo que les lleva a oponerse a las intenciones presidenciales. No debiera desestimarse esta oposición por el solo hecho de defender sus intereses. De algo sirve pensarles como esos adictos que atisban la posibilidad de quedarse sin recursos para su adicción. No es cinismo lo que les lleva a oponerse, sino egoísmo, y son capaces de recurrir a cualquier estrategia con tal de no perder tan preciados recursos. Pero en medio de ello hay cierta lucidez porque saben de lo que hablan. En otras palabras, no hay mejor crítico que el burócrata consolidado que se siente desplazado por un burócrata recién llegado, advenedizo. Y a la inversa, no hay adversario más rabioso para aquél que el burócrata que quiere llegar a consolidarse. Pero no hay que perder de vista que se trata de burócratas luchando por los limitados espacios de su ejercicio y beneficio. Los de hoy acusan concentración en favor de los que vienen.
La otra crítica viene de aquellos que ven en esos organismos un trazo exitoso de la historia mexicana reciente. Su argumento es que son el resultado de una lucha encaminada a desconcentrar el poder presidencial. La constante referencia a la imperfección de la democracia mexicana necesariamente pasa por la exaltación de organismos como estos que hasta cierto punto son útiles para contener lo arbitrario del poder presidencial. Afirmar su horizonte limitado –“hasta cierto punto”– no autoriza su condena en bloque. En días pasados Muñoz Ledo insistió en que primero habría que analizar cada organismo, detectar sus desvíos, y reforzar su correcto funcionamiento a partir de criterios legales (por lo cual ya ha sufrido condenas inquisitoriales en las redes sociales). Para Muñoz Ledo y otros tantos, este proceder sería no sólo el adecuado sino que vendría a convalidar una larga lucha social en favor de limitar el poder presidencial y someter al gobierno a una presión específica para que rinda cuentas. Desaparecer estos organismos, afirman, es atentar contra la democracia, dar un paso firme en dirección del autoritarismo. Es, dicen algunos, darle la espalda a la historia reciente de México.
No está de más poner atención a estos llamados de alerta. Muchos son los que afirman que son exagerados. Sin embargo, el intento de fomentar una alianza entre la burocracia y el poder político no tiene nada de extraordinario ni de exagerado. Forma parte de una pragmática política, tanto más notoria cuanto que se carece de una militancia rigurosa. En efecto, la actual estrategia del Presidente parece encaminada a reforzar por esta vía lo que la militancia de su partido no otorga. No han sido pocas las voces al interior de Morena que han advertido la debacle de este organismo político. Su desgajamiento frente a las elecciones en ciernes lo dicen todo al respecto. Y no es que con ello el partido vaya a perder estas elecciones. El hartazgo frente al ejercicio del poder priista y panista es de tal magnitud que posibilita a Morena cometer éste y otros muchos errores. No obstante, como aquel “bono democrático” del 2000, éste terminará por agotarse. El Presidente es consciente de esta situación. No le es algo desconocido. Fue lo que anteriormente le llevó a deshacerse del PRD para, aprovechando la coyuntura, quedarse con el país. Por eso apuesta a una gran alianza burocrática que le permita incluso superar los desvaríos de su partido, que actúe ciegamente en su favor, que le permita presentarse como el artífice de una gran transformación, y que efectivamente de lugar a una relación jerárquica y dócil apoyada en una creciente presencia de las Fuerzas Armadas en la vida nacional (en la suposición de que por arte de magia son incorruptibles, honestos y justos). Esto siempre y cuando esa burocracia sea beneficiaria de recursos económicos y privilegios políticos, que los hay en todos niveles. Precisamente por eso es necesario destruir a la burocracia ya consolidada, mostrar que el recurso económico de su supervivencia vendrá única y directamente del poder presidencial. Ese es el eje de la alianza que teje el Presidente.
De aquí que los temores a los que torpemente alude la oposición política no sean tan infundados. En la historia mexicana del siglo XX no hay un solo atisbo de que el poder gubernamental o la burocracia se autorregulen. En el discurso presidencial son los “principios” los que fungen como ese mecanismo autorregulador. Pero como se ha visto a lo largo de estos tres años, esos “principios” son sumamente laxos cuando de pragmatismo político se trata. El “affaire” Salgado Macedonio es la muestra más reciente: el abominable nepotismo se acepta sin objeción alguna, sin chistar. De aquí que no pueda confiarse en los “principios” como mecanismo de contención de los excesos presidenciales o burocráticos, por más atractivo que suene el discurso que los enarbola y exalta, y por más que sea un capital electoral eficaz. Hasta ahora el gobierno no ha dado muestra alguna de cómo pretende regular la enorme concentración de poder y de burocracia que está llevando a cabo. Lo único que poseemos es la historia mexicana del siglo XX para calibrar el camino a donde eso conduce. No cabe duda que hay motivos para alarmerse, motivos que aumentan ante la tentación existente de que es la actual figura presidencial, en tanto supuesta “encarnación” de esos principios, la que puede suplir aquella falta de mecanismos autorreguladores. Esta tentación, que se encuentra en el aire, es sumamente peligrosa, adversa para la triste y accidentada democracia mexicana.
En este contexto, la mayor parte de la sociedad mexicana está paralizada, desorganizada, preocupada. La pandemia ha jugado un papel fundamental en ello, no cabe duda. Pero también lo ha jugado, y no en menor medida, el rabioso discurso básico que comparten tanto el Presidente como la oposición que convoca. Atrapada, languidece, buscando sobrevivir económica y vitalmente. La izquierda electoral vive este mismo desfallecimiento pero de manera más trágica. Mientras la sociedad busca afanosamente sortear una situación inédita, la izquierda electoral parece no haber aprendido lo suficiente de su propia historia y de la historia mundial: es incapaz de establecer los límites necesarios al poder ni tampoco se le ve intención alguna de contener el crecimiento de la burocracia ni logra diferenciar lo encomiable que este gobierno ha hecho –que lo hay y es mucho– de lo que es necesario criticar duramente, no apoyar o incluso llevar adelante aunque no forme parte de las restringidas prioridades del Presidente. En otras palabras, parece no poder establecer cuándo se debe ser un colaborador estratégico y cuándo se debe dejar de ser comparsa de acciones tan contrarias a lo que ella misma dice responder. Y el punto de partida inicial de esto es reconocer que el Presidente a menudo carece de posiciones de izquierda.
Por su parte, las posiciones de izquierda no electoral –el feminismo y el zapatismo por ejemplo– presentan cierto vigor pero sin muchas posibilidades de articulación con el resto de la sociedad. Con todo, son por ahora los más visibles y en muchos sentidos los más rescatables. No sólo enfrentan un sistema, sino el desdén que el Presidente prodiga sin cortapisas desde sus conferencias políticas. Es de suponerse que hay muchos más movimientos con posiciones de izquierda que no son visibles pero que están dando la batalla en ámbitos específicos cuyos réditos no son fáciles de calibrar en lo inmediato. Tienen la ventaja de no padecer la descalificación presidencial, pero sí la burocrática, que suele ser peor que aquella, ya que no sólo le falta trayectoria sino estatura. Si el discurso presidencial es rabiosamente básico, el burocrático es terrible cuando no cómicamente elemental. La ausencia absoluta de militancia y de formación política la equipara a aquella burocracia que el Presidente ataca, aunque se cobije con los “nuevos” conceptos en boga: Pueblo, Nación, Conservadores, y demás.
Al parecer la actual coyuntura exige a la sociedad organizarse de nueva cuenta, y a las posiciones de izquierda, tanto electoral como no electoral, volver a poner en el centro a la sociedad, no al Estado. La “reforma administrativa” que propone el Presidente desde ya se ve insuficiente; aunque escandalosa no llegará muy lejos, salvo a recomponer a la burocracia. El Presidente tiene razón en su ataque a ésta, aunque obvie el hecho de que él mismo está urgido de consolidar una. Las posiciones de izquierda debieran asumir el diagnóstico presidencial y empujar en verdad a la construcción de un nuevo Estado en el que éste se halle subordinado a la sociedad y no a la inversa, que es el marco general en el que se mueve el pensamiento presidencial. El tiempo está convocado.
Dice Tabucchi: los libros de viaje "poseen la virtud de ofrecer un doquier teórico y plausible a nuestro donde imprescindible y rotundo". Hay muchos tipos de viajes: los internos, los externos, los marginales. Este blog quiere llenarse de estos viajes, e invita a que otros sean también, con sus viajes, un doquier para mi donde.
lunes, mayo 03, 2021
El Presidente tiene razón
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