Cuentan que la Liga Hanseática hizo suyo el lema “Navegar es necesario, vivir no es necesario”, que al parecer siglos antes usó Pompeyo para arengar a sus huestes en contra de los piratas que infestaban el Mediterráneo. Si bien este lema lo tuve presente desde 1994, fue después de poco más de dos décadas que sentí la necesidad de tatuármelo.
Hacia finales de 2016 pensé que ese año había sido el peor de mi vida, sin saber que los sucesivos le disputarían el título. En realidad, no se trata tanto de que los años empeoren, sino que con el paso del tiempo se pierde la audacia de superar la adversidad como si se tratase de un mal trago, uno más. Los años traen lo suyo, nosotros cada vez podemos menos con algunas cosas que traen consigo.
Desde entonces me fue y me es indispensable recordarme todos los días que los mares, sean calmos o procelosos, se navegan sin importar que en ello vaya la vida, o mejor dicho, porque navegando ella se revela con aristas y magnitudes sorprendentes, aunque al hacerlo, corra el riesgo de terminarse (sí, ya sé que suena a lo que hace años escribió la para muchos odiada Oriana Fallaci, y no sé cuántos escritores más: ¡qué se le va a hacer!).
Hoy, a más de un mes de encierro desde que me operaron, ahora obligado por el aislamiento indicado por las autoridades, me repito lo mismo: navegaremos exitosamente esta tempestad, si no por talento, al menos por obstinación. La mayoría llegará a buen puerto, si bien puede que sea uno devastado. Me digo que no vale la pena preguntarse quiénes pondrán pie allí, por más que nos invada la sensación de ser un arma biológica letal y portátil para los seres queridos y los completamente extraños. Lo que importa es esta experiencia de navegar colectiva y exitosamente la amenaza que supone este virus, por supuesto, pero también, y no en menor medida, navegar el piélago tempestuoso que es uno mismo en estas condiciones.
Navegar es necesario, vivir no, me repito por las mañanas y por las noches.