miércoles, marzo 18, 2020

Con lo que no puedo

Cuando el H1N1, hace cosa de una década, estaba yo aislado en un conglomerado de cabañas ecológicas en el estado de Veracruz, relativamente cerca de Catemaco. No había por entonces comunicación alguna en esas cabañas: ni teléfono ni celular ni Internet. Los días me los pasé leyendo, bebiendo, nadando y conociendo a la fauna del entorno que de pronto tomaba por asalto las cabañas. Para llegar a este lugar había que hacerlo en lancha, en un viaje de casi 50 minutos. De regreso, el lanchero nos comenzó a contar alarmado lo que estaba sucediendo. Nos describió a todos los que íbamos en la lacha un panorama apocalíptico: en la Ciudad de México la gente se moría en la calle, no se podía entrar, había desabasto, el Ejército estaba en las calles. Por supuesto que me parecía todo muy exagerado pero no tenía modo de comprobar nada.

    Después de un viaje surrealista, con un espectáculo natural increíble y una narración apocalíptica, llegamos al pueblo en donde la mayoría habíamos dejado nuestro auto o que iban a tomar el autobús correspondiente para regresar a sus hogares. Noté que la gente nos veía un poco raro, como posibles portadores del H1N1, aunque llevásemos fuera de la Ciudad de México cosa de dos semanas. Al llegar a la casa en la que había dejado mi auto, la dueña me repitió la historia apocalíptica, recomendándome además no irme del pueblo, porque allí estábamos seguros. Le agradecí sus consejos, decliné la oferta, y comencé el regreso a casa.


    La carretera hacia la capital del país fue un paseo por rumores consistentes que cambiaban poco en las gasolineras, tiendas, restaurantes. En todos lados me alertaban del peligro de ir a casa. En algún punto, pude escuchar la radio y hablar por teléfono con mis padres. Había alarma pero nada de lo que me habían dicho o por lo menos que se reportara con tal intensidad. Ya en Puebla, me advirtieron que no se podía entrar a la Ciudad de México, que no me arriesgara a ir. Para mi sorpresa, al llegar a las casetas para entrar a la ciudad, éstas lucían vacías pero nadie impedía el paso, salvo el correspondiente Hoy No Circula. Ni ejército ni policía ni gente.


    A propósito regresé a casa de mis padres, ubicada al sur de la ciudad, vía Iztapalapa. Me sorprendió observar que por toda esa zona la vida seguía como si nada. Pocos traían tapabocas, los tacos y restaurantes estaban a reventar, e incluso había fiestas en la calle. Recuerdo haber sonreído al ver esto. Lo que fue evidente es que conforme me aproximaba a zonas de sectores medios, se dejaba sentir un miedo ausente en las zonas populares: los comercios estaban cerrados, casi no había gente en la calle, y los que por alguna razón sí estaban en la calle traían sus tapabocas. Sonreí aún más, porque al parecer el miedo a lo que estaba sucediendo parecía  propio de sectores medios y altos. Al día siguiente, tuve que ir a Santa Fe. Allí las cosas en verdad eran alarmantes, parecía que el mundo se iba a acabar. Yo no daba crédito del terror de estos sectores, particularmente si se les comparaba con la tranquila resignación de los sectores menos favorecidos.


    Ahora que tenemos el tema de coronavirus, tengo la misma impresión que entonces aunque no la he corroborado. Ayer y hoy me he visto obligado a salir por zonas de sectores medios: los comportamientos son mesurados pero temerosos, nada que ver con los trabajadores que saben están obligados a trabajar para vivir, pase lo que pase con el mentado coronavirus. En el banco, una señora acomodada, dijo al cajero: me gustó mucho que pusieran gel. El cajero la vio con una mirada entre incrédula o indefinida, como diciendo, no me joda, tenemos que trabajar en plena emergencia sanitaria, qué tiene eso que ver con el gusto. El repartidor del agua me advierte: seguiremos trabajando. El lava autos, el jardinero, los barrenderos, encogen los hombros: “seguiremos trabajando”, es su frase.


    La resignación del trabajador ante la fatalidad no es valemadrismo: es uno de los rostros de la necesidad. Un par de adultos mayores que realizan labores por donde vivo conversan en medio del andador. Uno de ellos afirma: los de nuestra edad somos susceptibles, igual nos morimos, pero prefiero morir de ese virus que de hambre. Al pasar, los saludo; su amabilidad sigue igual que siempre. Acorde con las estadísticas, son pocos los que se están muriendo de este virus, pero nunca una estadística puede suplantar la empatía del ser que por su edad y necesidad se pone en riesgo, esperando a que el destino le dicte la última palabra, el último gesto, como en el Coliseo romano: vive o muere. Esto es lo que yo no puedo olvidar cuando me hablan de estadísticas.

martes, marzo 03, 2020

La plaza pública este 8 y 9 de Marzo

Escribo desde el privilegio. Soy del género masculino, pertenezco a la clase media aspiracional de este país, y he tenido acceso a la educación superior formal. De hecho, he ejercido de profesor en distintas instituciones educativas del país (UNAM, CIDE, UAC, CIDHEM) y trabajo en el CIESAS. Pero también lo hago desde distintas opresiones. Soy moreno en un país y un mundo racista. He vivido siempre bajo la mirada de desaprobación, la desconfianza, cuando no la burla y la descalificación. Y aún así, mis privilegios me han permitido sortear mis opresiones, hallar las manos solidarias, las inteligencias que a pesar de todo, o precisamente por todo, me educaron.

Desde joven he participado en movilizaciones de distinto tipo. No me siento un inadaptado por tener problemas con la autoridad. La respeto cuando  tiene un proceder racional, pero esto sucede muy pocas veces. El interés particular, partidario,  cuando no el impulso irracional suele dominar sus decisiones. Sea como fuere, en esas movilizaciones me ocupé más de escuchar, entender y colaborar que de dirigir. Como consecuencia, me negué a prolongar mi militancia activista en la política o en la academia como muchos de mis correligionarios hicieron y siguen haciendo. Nunca me interesó ser político profesional ni tampoco un destacado académico o intelectual. No corrí a los periódicos por mi columna para pontificar mis posiciones. Ni gracias a posibles prebendas, me gané plaza académica alguna. Sin embargo, las experiencias adquiridas en la militancia son la base de mis incursiones a las esferas formales de la política y de la academia, que las hubo y las ha habido. Estas incursiones, en más de un aspecto, terminaron por confirmar mis renuencias y mis renuncias a gran parte de ellas.

Disfruto más de ser lector que escritor. Cierto es que he escrito textos que han tenido su fortuna. No obstante, soy mejor lector, siempre y cuando por ello se entienda la posibilidad de inundar la realidad con un mar de dudas, y no el santo acto de repetir lo leído como maná, o peor aún, como si lo leído lo hubiese pensado uno mismo por cuenta propia. Por eso escribo poco. Lo hago cuando es necesario, cuando decir algo es una obligación. Y siempre lo hago con una duda en la mente, en el ojo , en la mano. Nunca estoy del todo seguro de lo que escribo. Envidio a los viven de escasas certezas que propagan de mil modos sin cambiar una sola de ellas a lo largo de los años.

Es desde aquí, desde el privilegio y la opresión, desde las movilizaciones, y la distancia de la política y de la reflexión excesivamente formal, de donde veo al feminismo actual. Nada se gana por ahora con señalar que en algunas cosas estoy de acuerdo y en otras no, que comparto ciertas estrategias y otras no. Lo que importa es la movilización misma. Su expansión y radicalización están en relación directa con la opresión que viven las mujeres, con la amenaza constante de muerte, violación, acoso, con la desigualdad que les depara en todos los sentidos esta realidad nacional. Se agudiza y se expresa ante la imposibilidad institucional de, primero, aceptar esta realidad, después, enmendarla. Ni esas instituciones ni quienes las dirigen tienen la habilidad suficiente para ello. Lo que tienen y viven son sus privilegios, desde los cuales, en el mejor de los casos, pretenden “conceder“, “adecuar”, pero no reconocer y solucionar.

No es que en lo personal tenga esa habilidad. No es que por formular el problema me atribuya una cualidad de la que carezco. Criticar no es necesariamente proponer; es sobre todo despejar. Al señalar la falta de habilidad en las instituciones y quienes las dirigen hablo también de mi propia incapacidad. Hablo así mismo de la necesidad de despejarme. Mis palabras ahora son más tímidas que antes. Gracias a las movilizaciones en las que participé y de las que aprendí, supuse que tenía cierta comprensión del resto de las movilizaciones que observaba a la distancia, como las del feminismo. Hoy sé que no. Lo sé porque ahora soy consciente que las observo desde el privilegio. Eso no me saca una sonrisa socarrona, como la que pone quien sin atribuirse responsabilidad en su creación se regocija en su uso. Por el contrario, me  hace pensar que las opresiones que yo he vivido y padecido pude sortearlas en la medida de lo posible por mis privilegios. La pregunta obvia, y hasta estúpida, es ¿cómo pueden hacerlo los que carecen de privilegios?, ¿cómo pueden hacerlo las mujeres si el privilegio del género masculino es estructural?

Por supuesto, hay mujeres que logran sortear sus opresiones, pero esto también se debe a privilegios de clase, color y cierta adaptación de sobrevivencia. A menudo, las mujeres que lo logran, gracias al discurso dominante, se atribuyen una excelsitud acorde con el individualismo de nuestros tiempos. Cuando una mujer, consciente de que sus logros van más allá del promedio y de sus opresiones, afirma que de querer podrían todas seguir su camino, habla desde la jerarquía estructural de la sociedad mexicana que ignora por conveniencia o por culpa. Lo cierto es que en una sociedad estructuralmente desigual, hasta la opresión femenina puede ser desigual entre sectores acomodados y los que no, que son la mayoría.

El tema central no es por tanto el juego de vanidades que consigo trae el individualismo. Es algo más serio, más profundo, más radical. Cierto es que la desigualdad de género no traerá consigo la desaparición del resto de las desigualdades que viven y padecen otros sectores sociales mexicanos, como el indígena, pero puede contribuir a desbrozar el camino para que las luchas en contra de aquellas desigualdades tengan su propio éxito. Por ahora, no cabe duda que el feminismo es la punta de lanza de una verdadera y profunda transformación de la sociedad mexicana. No darse cuenta de ello es miopía, ceguera o pura y llana imbecilidad.

Pero por eso mismo, tampoco corresponde a los que participamos en otras movilizaciones que les acompañemos o que intentemos descifrar correctamente lo que están haciendo. El discurso de ellas paulatinamente es más claro, más contundente, más punzante. No requiere de intérpretes, mucho menos de nosotros, los privilegiados de género de nuestra sociedad. Sin embargo, lo que sí le debemos al feminismo es una pregunta sobre nuestra masculinidad. No se trata de una pregunta retórica, políticamente correcta, ni siquiera académica, con todo y que desde ese espacio se han hecho reflexiones importantes al respecto. Tampoco se trata de una pregunta que parta del mea culpa, como si con eso nos eximiéramos de vivir en y del privilegio que nos tocó poseer.

Así como el feminismo está luchando en la plaza pública, así esta pregunta debe hacerse en y ante la plaza pública. Esta pregunta puede abordarse desde muchos lados. Cuando leo los testimonios de lo que les sucede a las mujeres de este país, cercanas y desconocidas, lo único que acierto a balbucear es cómo se puede ser así, cómo es que el género masculino de este país ha llegado a esto. Y no me lo planteo desde la distancia, no. Lo formulo así para que me sea más fácil asimilar que yo, como hombre mexicano, soy el resultado de esto mismo, y de que seguramente, en algún momento, más veces de lo que siquiera me he dado cuenta, he ejercido mi privilegio de ser hombre. Puedo decir que no soy como los feminicidas, pero, ¿no he hablado, actuado, pensado siempre desde este privilegio masculino?

Pero al poco que lo pienso también debo confesar que este privilegio, cuestionable y cuestionado, tampoco se vive en principio como un privilegio. En casa, tal vez la estructura machista de la sociedad otorga de entrada un paraíso de privilegios si se es hombre, y como en mi caso, el hermano menor. Pero afuera del hogar, el privilegio de la masculinidad se gana a punta de violencia física y simbólica. Para nosotros, en la escuela y en la calle, ser hombre tiene que ver primero con la validación de esa hombría frente a otros hombres a través de actos malévolos, literalmente ojetes. La agresión hacia las mujeres, en ese caso, me parece es una derivación de esta primera violencia. No pretendo generalizar, pero creo haber vivido esa validación por nueve años al menos para estar seguro de que está presente en todos lados en mayor o menor medida.

Por si fuera poco, este privilegio se edifica sobre una ignorancia e hipocresía en torno al placer que se fundamenta en la educación conservadora y religiosa que priva en nuestro país. En esta educación, el cuerpo es inculcado como un nido de aviesos deseos; como un adversario al que siempre hay que reprimir; y la represión como máxima expresión de la virtud. Y si no es así, al menos que parezca que así es. No hay nada más aterrador que el deseo que no se entiende, no se controla, no se platica pero se vive, incluso se padece. Esto inmerso en la necesidad de validar la masculinidad frente a los otros masculinos, se vuelve muy peligroso, sobre todo para las mujeres, pero también para sus protagonistas, que hallan en la hipocresía un mecanismo de simular que nada de esto existe aunque se ejerza, con particular fuerza en las mujeres.

Además, este privilegio se aviene muy bien con la competencia que inculca la sociedad, desde la casa hasta la escuela. La definición de éxito con que se nos educa se relaciona directamente con la expansión de los privilegios económicos, políticos, sociales. Cuando el chamaco de aquel chiste que afirma querer ser un idiota cuando ve a un hombre con un carro último modelo, una mujer modelo y mucho dinero, porque así mientan a ese individuo los que carecen de las tres cosas, como su padre, lo que está diciendo es que desea los privilegios sociales estructuralmente reconocidos. Esto que en sí mismo puede, aunque lo dudo, traer competencias “sanas“, como lo argumentan los liberales y neoliberales, en el caso mexicano se inserta en el núcleo mismo del privilegio de género conquistado a punta de violencia física y simbólica e hipocresía. El nudo gordiano se hace: a la vivencia de género se añade la violencia del éxito que hace de la mujer no solamente un objeto de concupiscencia para reivindicar la masculinidad frente a los otros masculinos sino un objeto, no solamente explotable, como el resto de los pobres no exitosos, sino que está allí para la mera validación del único sujeto existente que para el hombre es el mismo hombre.

De aquí que el privilegio de la masculinidad sea opresivo y asesino para las mujeres, pero también lo es en cierto sentido para los hombres, con la gran diferencia de que éstos tienen ante sí una sociedad que les premia y recompensa su violencia mientras que a las mujeres las condena persistentemente a las consecuencias de ella. Tan es así que el actual titular del Poder Ejecutivo, religioso a más no poder, suma a sus pifias el inicio de la venta de la lotería relacionada con el avión presidencial el 9 de Marzo. Su acto es elocuente: política y recursos antes que entender lo que sucede con el feminismo y las movilizaciones del 8 y 9 de Marzo que vienen.

Creo que las movilizaciones que se avecinan son muy importantes a pesar de los intentos desesperados de mediarlas o descalificarlas desde el gobierno o el capital. Pienso que el feminismo, sean cualesquiera sus expresiones o corrientes, actualmente está muy por encima de partidos políticos, instituciones, protagonistas, y por supuesto, de nosotros los privilegiados de la sociedad mexicana. Nuestro lugar no está con ellas, no nos necesitan; ni adelante de ellas, tampoco nos requieren allí; mucho menos detrás de ellas, como si estuviesen urgidas de una validación por nuestra parte. Está, pienso, en hacer de la plaza pública el lugar para pensar, a pie de calle, nuestra jodida, violenta y terrible masculinidad. Hacerlo sería una contribución necesaria y solidaria en el marco de este 8 y 9 de Marzo.