Lo observo sin dar crédito. El hombre, entrado en años, con un notable problema mental, está sentado en las escaleras al pie de un consultorio de una conocida farmacia. Ambos esperamos a la doctora; él para que lo atienda, yo para que me dé una receta.
Su desamparo me estruja el corazón. Su lenguaje, neto producto de la televisión, me desespera. El tono de su voz, pone en evidencia su problema mental. En la media hora que pasa, me entero de muchas cosas: que le duele la panza “como si le hubieran dado un balazo”; que vive con su mujer; que su padre lo echó de la casa; y que no tiene dinero para operarse en caso de que deba hacerlo. “¿Crees que la doctora me cure amiguito?”, me pregunta. Quisiera responderle que no, pero sólo atino a decir no sé. “¿Crees que me espere Jenny, amiguito?”, me revira. No entiendo la pregunta, pero inmediatamente me aclara lo que no entiendo. “Jenny Rivera, amiguito, la cantante, la que se murió; yo la admiraba”. Siento escalofríos. Decido largarme.
El desamparo que encuentro en los consultorios de los médicos me destroza. No es por la enfermedad, algunas veces dolorosamente evidente, sino porque es uno de los tantos signos que dan cuenta del desastre de este país, que alguna vez se distinguió del resto de Latinoamérica por al menos tener un proyecto de salud pública relativamente gratuito para alguna parte de su población. Pero hoy lo que tiene es la devastación absoluta de cualquier proyecto público. Y mientras se habla de cobrar impuestos en alimentos y medicinas, este pobre hombre afirma que quizá le espera Jenny Rivera, y me dice “amiguito”, como si se tratara de una versión olvidada de Chabelo. Y yo, que cada vez soporto menos mi entorno, me digo que este país dejó de ser un mísero oasis para convertirse en un profundo y asqueroso pozo negro. Me digo algo más: de esta mierda, cargo con la culpa que me corresponde.