Hay que alejarse de la norma para entender lo que sucede en este país con respecto al narcotráfico. Pensar el problema desde los parámetros de lo legal, desde el discurso ideológico que lo erige como el verdadero mal, es sumergirse irremediablemente en lo que a fuerza de repetición no requiere comprensión.
I. Los hermanos gemelos
El narcotráfico es una empresa netamente capitalista. Lo que actualmente está en disputa es la hegemonía del marcado nacional y una presencia importante, a través de alianzas, en el internacional; no es, además, refractario a la innovación tecnológica; y pone el acento en las ganancias. No existe un solo narcotraficante que no persiga estas metas. Salvo la condena de una legislación que, como ha quedado claro en este país, es el resultado de fuertes intereses que también pretenden maximizar sus ganancias a expensas del trabajador y el consumidor, el narcotráfico es el hermano gemelo, no siempre incómodo, del capitalismo mundial y nacional. Hay un vínculo estrecho, inexistente en términos físicos, pero real en términos de dinámica socioeconómica, entre nuestro hombre más rico del mundo y otro narcotraficante que también aparece en Forbes.
Quizá lo que llama más la atención del narcotráfico es la violencia con que disputa mercados y acrecienta sus ganancias. Se da por descontado que la diferencia entre el capitalista y el narcotraficante es precisamente el ejercicio de la violencia. A uno le está permitido, al otro no. Pero esto no debiera obstar para recordar que los intereses económicos “legales” promueven y financian guerras y muertes a diestra y siniestra. Podría hacerse un recuento, que resultaría escalofriante, de la cantidad de muertos que ha requerido la modernidad nacional. La suma es mucho mayor que los miles de muertos que hoy se atribuyen a la “disputa entre bandas delictivas”. Este recuento, por supuesto, prefiere omitirse, como lo hacen intelectuales de la talla de Zaid para denostar a la universidad. Que el manto de la legalidad capitalista condene el actuar del narcotraficante no lo hace a éste en realidad diferente.
Lo que ahora vemos en este país, como remedo de lo que sucede en otros lugares del mundo, es una lucha entre distintos intereses capitalistas, como en su momento lo fue entre intereses petroleros e intereses financieros. Las guerras a que dan lugar estos enfrentamientos siempre tienen un alto costo para la población en general y para el trabajador en particular. El horror de los asesinatos derivados del narcotráfico no es menor que los generados por la administración de la pobreza, como sucede en este mundo globalizado. Tampoco aquellos son moralmente peores que éstos.
Cruel es y será la solución de esta disputa. Y no hay más que dos caminos: la integración de lo “ilegal” dentro de lo legal, para que entonces su violencia pueda ser “regulada” y “sancionada” como aceptable; o una disputa violentísima que acabe por someter uno al otro, como sucede ya en ciertos países del mundo.
II. El boomerang de los servicios
El triunfo del neoliberalismo afianzó en las conciencias individuales ideas como competencia, calidad y servicio. La valoración del proceder, del pensar, del sentir, se hace con estos criterios. El conjunto de la civilización humana se mide a partir de estos criterios. ¿Acaso no se nos dice ahora que la Revolución mexicana no ofreció una transformación tan radical e importante como sí lo hacen las empresas sin la violencia de las armas? ¿El resultado del esa agitación social fue algo útil, competente y de calidad? Así pues, el mundo está allí como algo más que un objeto a ser explotable; está allí como servicio. Pagar por un servicio, cualquier servicio, es necesario. El precio, que no necesariamente su costo, indica su importancia: entre más caro, mejor, más valorado, más respetado.
La “razón del cliente” decide pagar al mejor proveedor del servicio de su interés. Discrimina en función de eficiencia y calidad. Ya es casi regla general que desdeñe lo público por ineficaz e ineficiente. Lo privado goza de mayor confianza. Se paga, con gusto, a quien presenta la imagen de ser mejor, aunque se carezcan de elementos para hacer tal valoración. ¿Qué chocolate es mejor en nuestro país si prácticamente todos son propiedad de Nestlé?
Esta actitud ante la vida y el mundo coloca al Estado mexicano en una situación desventajosa con respecto al narcotráfico. Su abstracción contrasta con la concreción de éste. Por ejemplo, el caso de la justicia. Mientras dentro del Estado su impartición es lenta, pasmosa, catastrófica e improbable, la del narco es inmediata y eficaz: allí están las cabezas para demostrarlo, allí están los cuerpos mutilados como evidencia. Muy en el fondo todos pensamos que por alguna razón les matan. Se piensa exactamente lo mismo de los que languidecen en las cárceles de este país. Lo mismo sucede en términos económicos: la lentitud estatal y la discreción para repartir los recursos de programas diseñados para paliar la pobreza y el desempleo, contrasta radicalmente con la inmediatez de recursos que despliega el narcotráfico. El crédito institucional se enfrenta con la liquidez del compromiso que impone el narcotráfico. En un contexto de desempleo y pobreza, la lógica estatal se revela inútil, mientras que la del narco sobresale.
Poco a poco, como ya sucede en esas regiones en las que impera la ley del narco, la gente comienza a preguntarse a quién debe ser leal, a quién debe pagar impuestos, que no son otra cosa que el “pago de servicios” para vivir más o menos bien. Y esa pregunta, no se hace desde un principio moral, sino desde las ideas rectoras del servicio, la eficacia y la competencia. Lo peligroso de la “ideología”, que tanto nos dicen ha muerto, se revela hoy en toda su magnitud. Se vuelve contra sus propios creadores, los adalides del mundo capitalista en el que hoy vivimos.