miércoles, febrero 03, 2021

Somos nuestros muertos

Te conocí hace tres décadas. Apenas unos días dejaste de existir. Muchos recuerdos se agolpan sin orden; giran, se elevan, cual enfurecido remolino. Me descubro a la intemperie en medio de una tormenta cruel. Ya son demasiados los muertos en mi entorno. Hace algunos días, cuando me llegó la noticia de la muerte de Beatriz Barba, escribí que un ciclo en mi vida se cerraba. Ahora, con tu muerte, comprendo que mis ciclos se cierran y agotan rápidamente.

Cuando me enteré de tu muerte, vía un mensaje de una amiga mutua, adquirió sentido mi hacer de ayer y hoy. Acostumbrado a mi dispersión, en un esfuerzo que no es común en mí, acopié toda mi producción académica. Pensaba que del año 2000 –cuando publiqué mi primer ensayo formal en un libro– a la fecha he producido bastante para los estándares de mi desidia. ¿Qué buscaba en ese intento de ordenamiento mi buen Jorge? Quizá responderme qué había hecho de mi vida. Esa pregunta –¿qué has hecho?, ¿cómo te va?– inauguraba nuestras conversaciones personales. De ese modo nos incitábamos al recuento de nuestro andar, al que nunca vimos como trascendente o relevante (confieso que por eso mantenía esa producción dispersa, escondida, hasta cierto punto ignorada).

Lo cierto es que en esos recuentos que hacíamos nunca faltaba la ironía, el sarcasmo, la burla, pero sobre todo la verbalización de las decepciones, del agotamiento, de la tristeza que nos acosaba por todos lados. Y al mismo tiempo, las carcajadas nos hacían tener presente que lo importante era disfrutar a pesar de todo. Eso era lo que hacíamos en La Faena: a ambos nos gustaba su decreptiud, nos gustaba el reto de provocar alegría en su seno. Era como una declaración vital: no íbamos a permitir que ella, la decrepitud, nos consumiera el alma, por más que se instalara en nuestros cuerpos. Aquel 31 de Diciembre que en esa cantina festejamos, con aquel grupo (¿Zorros? –¿dónde está tu memoria?–), la cantante, su falda rota que una buena engrapadora solucionó, y nuestras carcajadas, se convirtió en la metáfora de nuestra vida, de nuestra amistad. Ya no regresamos a La Faena –convertida en Tianguis y escenario de series y películas–, ya no regresaremos juntos. Pero allí regresaré yo para que los ecos de ti acompañen otras carcajadas, otras sonrisas.

Ayer mi amigo Javier Sigüenza me recordó que ayer mismo Bolívar Echeverría hubiese cumplido 80 años de edad. Él lo festejaba con un mezcal aderezado con la noticia de la aparición de un libro del filósofo traducido al alemán en el que él intervino activamente. No quise beber un mezcal en honor a Bolívar porque me encuentro en un tratamiento que me impide beber, pero no es eso lo que quiero decir, sino subrayar que la pinche vida es rara, tiene sus cruces de caminos: falleciste hace unos días. Uno nació hace ochenta años, otro murió el 30 de Enero, y soy yo el que cuenta esto hoy. ¡Carajo! No sé si me comienza a aterrar ser cronista de muertos (¡pinches historiadores!).

Recuerdo, además, que en La Faena me preguntaste retóricamente cómo lidiar con la muerte cuando en 2010 murió Echeverría. ¿Cómo se le hace cuando se te muere un maestro, un amigo, alguien de esa talla? –preguntaste–. Con eso no se lidia –te dije–. Desde entonces, cada que conversábamos, me pasabas el recuento de los muertos mutuos: el Yaqui, la Rebe, Janet, ¿el Agassi? –¿o lo soñé?–.

Entre tú yo el recuento de muertos no era algo tan azaroso, porque ambos sabíamos que somos nuestros muertos. Nuestra amistad estuvo marcada por esos finales definitivos, avisos terribles que sospechábamos nos llamaban pero preferimos ignorar. Cuando murió tu padre, me pediste te acompañara a beber. Con tu dolor a cuestas, apenas culminado el entierro, pasamos horas emborrachándonos como sabíamos (hay que decir que era una de nuestras pocas cualidades comprobadas). Luego vinieron más muertes en tu familia y más muertes en mi entorno. No se me olvida lo afligido que estabas por la muerte de mi padre y por no haber podido ir a la ceremonia que hicimos con sus cenizas. No te preocupes, te dije, ya habrá tiempo. Y mira, ya no hubo tiempo alguno. La muerte no sólo tiene permiso sino que tiene el pulso de la eternidad en su guadaña: ¿cómo mierda podría avisarnos a nosotros, tan ocupados en nuestros relojes, en nuestra finitud?

Te has muerto Jorge, y contigo mueren muchas cosas de mí. Eras el más fiel cronista de mis vericuetos de vida. Pareciese que contigo se va una memoria que yo no soy capaz de invocar. Pero también contigo termina toda una época de una banda que, como solía yo decir, no era buena pero sí divertida. Sigo creyendo en eso. Cuando veo mi producción académica –que en este momento me dan ganas de tirar– pienso en eso: no sé, ni me interesa mucho, si vale la pena, pero lo que sí puedo afirmar es que ha sido divertido hacerla. Pero en este momento mi humor falla, no puedo imaginarte partiendo divertido (aunque tal vez sí con algo de sarcasmo: pinche virus). Será porque nuestras últimas conversaciones no fueron de lo más amable: había una falla en la vitalidad de siempre. El 23 de enero me dijiste que ya había pasado lo más complicado del COVID instalado en ti. Tu último mensaje fue: “Cuídate mucho, estamos en contacto”. Vale, –respondí–. Igual, abrazo –rematé–. Y la nada remató para siempre nuestra conversación.

No habrá querido Jorge un recuento público de lo que hicimos juntos, trabajando en el gobierno local. Todo aquello con la Ley de Jóvenes, en Justicia Cívica, en la implementación de los alcoholímetros y demás. Fuimos una dupla que hizo funcionar muchas cosas. Luego vino nuestro distanciamiento del gobierno. Tú siempre quisiste regresar, yo en cambio, desde entonces, prefiero caminar otros rumbos, no mejores ni peores, sólo otros rumbos

Mañana comeré con Ricardo Pérez Montfort, quien seguramente se pondrá triste. Brindaremos a tu memoria (sí, romperé este tratamiento que me lo impide), porque, de nuevo, los cruces de la vida nos hicieron: de aquel legendario seminario que tuvimos con el hoy famosísimo y laureado historiador, al que sólo asistimos tú, yo y otro compañero, se vino toda una veta de mi vida en la que agradezco tu compañía.

El remolino no se apacigua y yo sigo sin religión ni ritos, salvo los que obsequia el acto cotidiano de beber (mermado por ahora), escribir (ya no tan frecuentemente) y a veces pensar (cada vez menos). Ten buen camino Jorge. Que el Lobo Estepario te depare todas las pláticas que mereces.

2 de Febrero de 2020