martes, febrero 02, 2021

La enfermedad del Presidente.

  La enfermedad del Presidente revela:

  • La incapacidad de sostener en el ámbito público la salud de un hombre cuya profesión es pública: titular del Poder Ejecutivo. Los reclamos sobre la privacidad de su salud son por lo menos absurdos.
  • La fe como principio fundamental para superar la incredulidad que provocan los escuetos informes sobre su salud. Por más que el Presidente haya salido a atajar los rumores, el análisis de su imagen no termina de tranquilizar completamente. Lo cual viene a sumarse a un estado de salud general que lo pone en ese ámbito de ”riesgo” que tanto preocupa. Por supuesto, los que piden su separación del cargo por este motivo exageran, pero esa exageración no anula una preocupación legítima al respecto.
  • El enojo de quienes en su enfermedad ven el resultado de una irresponsabilidad personal, pública y política. El riesgo en el que aún se encuentra lo hipostasían a fracaso rotundo de las estrategias seguidas para enfrentar la pandemia en este país. Ningún dato concuerda, y cada quien parece tener sus propios datos.
  • La confirmación de que el actual gobierno sólo tiene pies y cabeza a partir de la carismática y verborreíca presencia del Presidente. Sin él, parece que el gobierno no existe o va a la deriva. Su ausencia en las conferencias de la mañana devela la verdadera naturaleza de éstas: estrategia política que cabalga entre el posicionamiento y la información (que a juzgar por los desatinos de la Secretaria de Gobiernación, no es algo que circule ampliamente en el gobierno). El Presidente hace política en esas conferencias como en cualquier otra cosa que hace: es un político profesional.
  • El miedo. Como político profesional que es incluso su enfermedad puede ser usada en un sentido o en otro. Hay quien supone todo es una estrategia electoral; otros pensamos que electoral será el resultado de su enfermedad, que no es lo mismo. Por ahora, el costo político de esta coyuntura no parece menor, aunque, también, habría que considerar que, si como deseamos la mayoría de los mexicanos, sale bien librado de este trance, la fe gobernará absolutamente en este país.
  • El horror. Odios hay en todos lados, pero las redes sociales proyectan uno que antaño no pasaba de conversaciones de café, cuya expresión violenta se circunscribía a un intercambio privado de opiniones con o sin fundamento. ¿Acaso no recuerdan cuántos desearon la muerte de Peña Nieto, del que circulaban varias versiones sobre su frágil estado de salud? Hipocresías aparte, desearle la muerte al Presidente en turno es un error, no cabe duda, pero lo es por razones muy distintas de las que se enarbolan, generalmente de carácter moral. Es un error porque parte de una idea atomizada de la sociedad que es contradicha por la pandemia: no hay nada aislado. Desearle la muerte al titular del Ejecutivo es abogar por un caos en que se supone absurdamente que la propia individualidad bastará para salir adelante. Desearle la muerte al Presidente es apostar absurdamente por las instituciones de este país que son endebles, sometidas a presiones, desde dentro y desde fuera del gobierno, que revelan sus pies de barro.