jueves, junio 09, 2016

Dejar de musitar

Dejar de musitar
Reflexiones en torno al libro Vivo por mi madre y muero por mi Barrio.
Significados de la violencia y la muerte en el Barrio 18 y la Mara Salvatrucha.
(Texto leído el 23 de abril del presente en el marco de la Feria del Libro y la Rosa)

Ya que el libro que nos convoca se refiere a la Mara Salvatrucha, el Barrio 18, y los significados que ellos dan a la violencia y la muerte, quizá convenga iniciar mi intervención con una anécdota que, además, explica en parte (solamente en parte) porqué me encuentro aquí, presentado el libro de Alfredo Nateras, admirado y querido amigo, a quien, por cierto, conocí hace ya algunos ayeres gracias a quien hoy nos volvió a juntar precisamente aquí, mi también querido amigo Elí Evangelista.

A finales de agosto de 2009 estaba yo en El Salvador con el equipo de el Laboratorio Audiovisual del CIESAS. Nuestro anfitrión, el venezolano Carlos Herníquez Consalvi, mejor conocido como el comandante Santiago, fundador y principal animador de Radio Venceremos del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional durante la cruenta guerra civil salvadoreña en la década de los ochenta del siglo pasado, procedente a su vez de las filas del Frente Sandinista de Liberación Nacional, órgano que encabezó la triunfante revolución en Nicaragua en 1979, autor por cierto del libro La terquedad del Izote (que acá entre nos se lee muy bien en compañía del libro que hoy presentamos), había organizado un encuentro en el que teníamos que discutir los avances de un gran proyecto consistente en recuperar la memoria de revolución salvadoreña, amenazada no solamente por los discursos hegemónicos y la profunda desconfianza que se asomaba ya en el mundo hacia el mito e idea de revolución (no digamos a la revolución misma), sino porque los soportes materiales en los que estaba resguardada se estaban deteriorando rápidamente. Al comandante Santiago le urgía salvaguardar la memoria, y nosotros estábamos de acuerdo en eso.

Uno de esos días de nuestra estancia en El Salvador, por la noche, Ricardo Pérez Montfort, entonces Coordinador General del Laboratorio Audiovisual del CIESAS, y yo decidimos salir a conocer San Salvador en esas horas en las que cualquier humanista sabe se debe conocer toda ciudad. Para nuestra sorpresa y hasta enojo, no pudimos traspasar el umbral de la puerta principal del hotel en el que estábamos hospedados. Muy amablemente tanto el gerente como un par de policías con armas largas nos indicaron que no solamente no era seguro sino que era su deber salvaguardar la integridad de los huéspedes. Les informamos que veníamos de la ciudad de México, un lugar que no descollaba por su seguridad, que sabíamos cuidarnos y que queríamos ejercer nuestra libertad. Ellos sonrieron amablemente, nos negaron la salida con un argumento sucinto e inobjetable: allá no hay Maras. Molestos y frustrados nos regresamos a beber en el bar del hotel en el que fuimos lo más parecido a dos fantasmas.

Al día siguiente, el comandante Santiago se rió de nuestra frustrada osadía. Nos llevó de paseo y poco a poco nos fue develando ciertos hechos relacionados con eso que llamaban Maras. Lo hacía disimuladamente, casi musitando. Ocho años antes, en Guatemala, acompañado de Bolívar Echeverría e Immanuel Wallerstein, yo ya había vivido esa experiencia de tener que esforzarme por escuchar atentamente lo que actores de guerrillas, revoluciones y víctimas de la represión musitaban a regañadientes sobre esa realidad centroamericana infestada de dictaduras, opresión, desapariciones, persecución, violencia, muerte. Como ya tenía yo presente que ese musitar poseía un muy específico significado entendí con toda claridad lo que el comandante Santiago estaba diciendo explícita e implícitamente con ese tono. Además, resultó obvia la vigilancia cotidiana a la que era sometido el comandante, y por ende, nosotros durante nuestra estadía.

En nuestras conversaciones sobre las Maras salió una y otra vez el documental llamado La vida loca, realizado por el fotógrafo y cineasta hispano-francés Christian Poveda un año antes (2008). Rápidamente se había convertido en un referente sobre el tema. Por eso, nos sorprendió su asesinato el 2 de septiembre de ese año, justo cuando emprendíamos nuestro regreso a la ciudad de México. Al menos a mí me pareció incomprensible que hubiese sido asesinado por integrantes del Barrio 18. Después de todo, Poveda parecía haber construido una relación sólida y de amistad con las Maras, de otro modo no podría haber filmado lo que filmó. Y según mi muy elemental criterio de entonces, la amistad debió de haberlo salvado de semejante destino. Defino mi criterio de entonces como elemental porque en el libro de Nateras queda claro que para la tercera generación de maras la amistad como elemento decisivo de las relaciones intra-maras ha dejado de tener la relevancia que le otorgaban las dos generaciones anteriores.

Ya en México seguí el caso en los periódicos. Leyéndolos pude notar cómo se construyó una versión oficial del asesinato: la muerte de Poveda, se dijo, se debió a que al parecer estaba pasando información a la policía, aunque los responsables de la política de mano dura negaran esto. En otras palabras, lo que se afirmaba es que lo habían matado por soplón, un modo cruel de imputar al muerto la responsabilidad de su propia muerte. La versión cumplía con creces con la idea que se puede tener de una pandilla (con toda la carga negativa que la palabra implica, tal y como lo sostiene Nateras en su libro): al violar un pacto Poveda solito se puso la soga al cuello.

Tiempo después de esta anécdota, me encontré con Alfredo Nateras. Fue entonces cuando me enteré que estaba haciendo la investigación que culminaría en el libro que hoy presentamos y que ya va en su segunda edición. Me pareció del todo curioso que más o menos por las mismas fechas anduviéramos los dos por El Salvador y otros países de la Región del Triángulo del Norte Centroamericano (El Salvador, Honduras y Guatemala) y que no hubiésemos coincidido, a fin de cuentas las capitales centroamericanas no son la Ciudad de México.

Al preguntarle sobre Poveda, me dio su versión de lo que a su vez fue la versión de los líderes del B-18, a quienes había entrevistado. Esta versión, que no obstante discordante con la oficial se unía a ella por otra vertiente en el tema de la lealtad, me sorprendió por igual, pero sobre todo me hizo pensar en la audacia de Alfredo para hacer trabajo de campo multisituado en zonas en las que, según comprobé personalmente, el miedo y la tensión se podían cortar con la uña del dedo dada su densidad y pesadez. Una audacia, por supuesto, no exenta de miedo y ansiedades. Si quieren tener idea de las implicaciones que supuso para Nateras el trabajo de campo para esta investigación échenle un ojo al capítulo V de Vivo por mi madre y muero por mi barrio. Significados de la violencia y la muerte en el Barrio 18 y la Mara Salvatrucha y a las fotografías de las páginas 176 y 177, en las que Alfredo aparece junto con sus informantes con el torso desnudo, como un acto de confianza, comunión, simpatía.

Uno puede preguntarle a Nateras, muy al estilo del único filósofo mexicano solvente  que canta (me refiero a Juan Gabriel), pero ¿qué necesidad?, ¿para qué tanto problema? A reserva de que quizá nos quiera obsequiar una respuesta aquí, me permito aventurar un par de ideas al respecto. Diría que lo hace por la exigencia que interés y compromiso le plantean. Me explico.

En este país, pero particularmente en esta ciudad, hasta finales de la década de los noventa del siglo pasado, ser joven suponía andar dos caminos que si bien en su superficie aparecían como opuestos e incluso hasta distantes el uno del otro, en realidad por lo bajo se unían de manera sospechosa. Por un lado, el trazado por el estereotipo de César Costa y Enrique Guzmán; por el otro, el andado por Sergio Jiménez, Óscar Chávez, Ernesto Gómez Cruz y Eduardo López Rojas, es decir, el Capitán Gato y sus Caifanes. En otras palabras: el joven que vive un momento transitorio en el que a fuerza de educación se lo incorpora al bien y a la producción, o el joven que sin este elemento de fuerza aplicado revela su verdadera naturaleza de rebelde sin causa. Mientras a uno se le exalta, al otro se le criminaliza. No obstante, por más diferentes que se nos presenten a la mirada, en realidad ambos caminos parten de una misma matriz: la desconfianza hacia el joven, la suposición de que esencialmente es malo, propenso a descarriarse, inclinado a perderse.

Este modo de entender al joven determinó su trato desde mediados del siglo XX. Por eso, escuela y correccional, trabajo y cárcel solían ser para el joven (y me parece que pese a todo lo siguen siendo) los dos pilares que sostienen el umbral que marca la entrada a la vida socialmente útil. E incluso, como nos lo dice la historia de este país y del mundo, cuando el joven emerge como actor político exigiendo lo imposible, la imaginación al poder, haciéndose de los iconos revolucionarios, experimentando consigo mismo para abrir las puertas de la percepción, lo que halló fue una represión feroz que fue mucho más allá de la cárcel: hubo balas, tortura, ejecuciones.

Puede decirse, aunque sea reduccionista y generalizador, que este fue el gran marco en el que muchos de nosotros crecimos y vivimos como jóvenes. Aunque Alfredo y yo no somos de la misma rodada, compartimos esta experiencia terrible. Ser joven en la década de los setenta y ochenta en México no fue precisamente una gran fiesta. Los caminos trazados para los jóvenes estaban agotados aunque su matriz crecía exponencialmente. De aquí que surgiera con inusitada fuerza la reflexión sobre los jóvenes, de la que Alfredo forma parte de manera descollante. En efecto, desde sus iniciales trabajos con jóvenes reprimidos y marginales, Nateras, combinando sus saberes, bastante vastos por cierto, de psicología social, sociología y antropología social, se ha dedicado a este tema, lo ha explorado, lo ha investigado, lo ha entendido, y se ha esforzado por difundir sus hallazagos, suscitando y convocando la reflexión en torno a esto desde diversas trincheras: la academia, las políticas públicas, los medios de comunicación masiva (canal 11). En este sentido, Alfredo Nateras es uno de los “juvenólogos” mexicanos más reconocidos aunque en este libro, haciendo gala de la sabiduría que me parece viene con ese otro mundo, el de la vejez, se despide de este aspecto de su vida intelectual para que otros, precisamente jóvenes, se pongan a pensarse a sí mismos.

Podría decirse entonces que para Nateras el tema de los jóvenes le vino como interés personal y como compromiso con esa parte de la sociedad mexicana condenada al esencialismo estéril a la vez que útil para cualquier imputación individual y la irresponsabilidad institucional o bien a la promesa vacua de una incoporación productiva que, si es que llega, lo hace de modo humillante. Interés y compromiso que en la trama del libro comienza con la anécdota de unos balazos y termina por llevarlo a la Región del Triángulo del Norte Centroamericano para estudiar a otros jóvenes que en efecto por esos años ocupaban las primeras planas de los periódicos y que fueron utilizados como pretexto para políticas de mano dura en un contexto de brutal globalización y neoliberlismo rampante.

El libro que Nateras nos ofrece es lo que coloquialmente se llama un tabique (546 páginas); es un libro de irremediable tono académico (su tesis de doctorado); es un libro que conjuga teoría social, etnografía, interpretación y propuesta. Es un libro que dialoga y debate, refuta y sugiere. Precisamente es esto último lo que lo hace asequible para el lego, para el que no anda metido de cabeza en estos temas, para el académico y el estudiante en general, y en última instancia para el joven que anda a la búsqueda de sí mismo y de su rol social, de la conciencia de sus problemáticas y de las posibilidades a seguir a partir de allí.

Entre todo lo que se puede decir sobre este libro, que es mucho, me parece fundamental destacar un par de cosas. Primero, el punto de partida de Alfredo, que puede resumirse de la siguiente manera. Los jóvenes no pueden entenderse ni comprenderse desde discursos esencialistas; ellos al igual que el resto de la sociedad se hallan situados en un contexto expecífico que ayuda a comprender su circunstancia, su proceder, su simbolización, incluso si se trata de la violencia y la muerte. El problema central reside en que sobre esto se calla más de lo que se dice, se oculta más de lo que se muestra bajo la exigencia inmediata y noticiosa de la realidad global o de un domesticado discurso académico. Y cuando se explora eso que se calla y se oculta, lo que se halla es precisamente un musitar. La apuesta de Alfredo es justamente dejar de musitar, porque al hacerlo, no solamente se disputa a los discursos hegemónicos miopes y obsecados la posibilidad de entender de una manera distinta a los jóvenes, sino que se pueden vislumbrar caminos viables más allá de la represión, la cárcel, el desdén, la incomprensión. Esto es lo que impulsó a Nateras a su trabajo de campo multisituado en la Región del Norte del Triángulo Centroamericano.

Segundo, por tal motivo los jóvenes del Barrio 18 y de la Mara Salvatrucha, cuyo número real de integrantes se desconoce, han de explicarse no por una supuesta maldad instrínseca que les corroe las venas, sino porque ha sido el modo en que han logrado sobrevivir a una triple violencia, secuencial e imbricada:  la de la postguerra civil (donde el Estado es como un queso gruyere con más hoyos que queso e instituciones elusivas y en su mayoría inoperantes); la de las políticas de mano dura en las que para reconstituirse el Estado inventa un adversario terrible (las Maras) y se convierte en su principal adversario; y la de un sistema (la globalización y neoliberalismo), siempre más brutal en sus periferias que en sus centros, que no sólo cierra a los jóvenes la llave de toda promesa, sino que los estigmatiza y expulsa para justificar el hecho de que en verdad los considera como desechables en tanto que la base del sistema consiste en una desesperada lucha, violenta y asesina, por sobrevivir a como dé lugar, ya sea como explotado, como victimario, como desplazado.

Desde esta perspectiva, la violencia y la muerte que viven y ejercen (a fin de cuentas víctimas y victimarios) los del Barrio 18 y la Mara Salvatrucha se entienden, se comprenden, en su vasta complejidad. Dejan de aparecer como irracionales para convertirse en dispositivos de sobreviviencia, de inserción, de simbolización en medio de una sociedad devastada, un Estado disminuido y un sistema hipócrita y cínico que condena la violencia de los marginados, excluidos y expulsados al mismo tiempo que sobre ellos ejerce su devasadora violencia y muerte bajo la forma de expotación, sumisión, ignorancia, devastación y barbarie.

Y en medio de todo eso las Maras se organizan para sobrevivir. Ubican con claridad al adeversario, tejen las redes para comprender y entender, se protegen, establecen sus códigos performáticos que van desde su forma de hablar hasta su forma de vestir, su forma de saludar hasta sus tatuajes, hoy menos visibles que antes, se articulan en torno a jerarquías y roles sociales intra y extra Maras, etcétera. Entre otros muchos méritos, el libro de Nateras nos hace comprender esto a cabalidad.



Quiero terminar explicitando una duda que me acosó todo el tiempo que leí este libro, desde su primera página hasta la última. En uno de sus momentos más lúcidos y radicales, Karl Marx sostuvo que sólo había una respuesta posible a la violencia del opresor: la violencia del oprimido. Lo dijo, por supuesto, pensando en la revolución y el papel que a su juicio en ella debían tener los obreros. Muerto el mito de la revolución, desdibujada su idea, ¿no es la violencia y la muerte la respuesta inevitable a un sistema que lo que provee en última instancia es violencia y muerte? Lo pregunto porque lo que yo veo en la violencia y muerte de los Maras, de los 43 de de Ayotzinapa, de los miles que han quedado en fosas clandestinas, del narco, etcétera, no es otra cosa que la interiorización y la concepctualización del otro como desechable, sí, pero sobre todo como una cosa inanimada a la que se puede destrozar, desjagar, quemar, destruir y desaparecer, como se puede hacer con cualquier objeto. De ser esto cierto, me parece que a las ciencias sociales y a las humanidades les corresponde no sólo el tema del saber y el conocimiento socialmente útil sino en el mejor de los sentidos el de la utopía y hasta cierto punto el del cuidado y aliento de la casi extinta vela de la revolución si ésta se entiende como la recuperación de la plenitud humana. Y creo sinceramente que una de las mejores maneras de hacerlo es como la que ha llevado Alfredo Nateras en este libro: dejando de musitar.