martes, julio 05, 2016

Desencuentros rojinegros*

La huelga en la UNAM era ya una caricatura de sí misma. Los meses, el acoso y la intolerancia habían hecho lo suyo. Por una causa aún inexplicable para mí, fui de los pocos no expulsados de la huelga. Los “activistas” que quedaban en la facultad de Filosofía y Letras me detestaban pero a saber por qué me toleraban. Recuerdo las últimas semanas de la huelga como una sucesión de días monótonos y cansinos, sin perspectiva alguna para el Consejo General de Huelga, que anunciaban la debacle de un movimiento con el que nunca me sentí cómodo. Aquellos días, aprovechando que aún podía ingresar, daba vueltas por Ciudad Universitaria, incrédulo de su semejanza con el desierto.
            Para entonces, el rector Juan Ramón de la Fuente había propuesto la estrategia que muchos vieron con buenos ojos: poner fin a la huelga mediante una consulta universitaria. Uno de esos días recibí una llamada de mi amigo Eduardo: por instrucciones de la administración de la facultad, nos invitaba a mí y a Nahuatzen a una reunión para platicar sobre la consulta.
            Con varios compañeras y compañeros, entre ellos Nahuatzen, intentamos por un tiempo y desde dentro redefinir el rumbo de la huelga. Nos hicimos notar, pero fracasamos rotundamente. Muchos de ese grupo, el que realizó el “Encuentro por la Universidad”, del que salieron algunas publicaciones que creo siguen siendo pertinentes, se fueron por voluntad propia u obligados por la intolerancia de un CGH mermado.
            Me sorprendió la propuesta de reunión. Ya no éramos nada, ya nadie era nada. Lo entendí como un acto de desesperación. Mi amigo, en cambio, como un reconocimiento. Nos citaron en una casa de Coyoacán. La reunión fue tersa. En parte porque entre Nahuatzen y yo fluía una corriente de simpatía e ironía que con frecuencia nos hacía estallar en carcajadas. En parte porque el representante de la Dirección de la facultad, Josu Landa, nos conocía bastante bien: tiempo ha que nos habíamos conocido, confrontado, y solucionado nuestros desacuerdos.
            Antes de entrar en materia, hablamos sobre cualquier nimiedad. Luego nos pusimos serios. Josu Landa fue claro: nos dijo que nosotros “representábamos” algo, que el estudiantado nos conocía, y que nuestra colaboración en la consulta era importante para alentar la participación. Sensible al fin, después de explicar su punto de vista, se retiró para que Nahuatzen y yo conversáramos sobre su propuesta.
            Lo discutimos bastante. Coincidimos en que era necesario levantar la huelga, que la existencia de la UNAM desde hacía meses estaba en riesgo. Pero discrepamos sobre la consulta: para mí, tan sólo era un pretexto para la entrada de la policía; para él, era dar un paso legítimo que muy probablemente terminaría con la entrada de la policía a la universidad. Discutimos mucho porque no se trataba de un asunto de matiz. Yo me negaba a justificar un acto de autoridad.
            Al salir de la casa de Coyoacán, Nahuatzen y yo caminamos en silencio. Ambos sabíamos que algo se había fracturado entre nosotros. No hubo ironía ni necesidad de decir nada. Luego de unas cuadras nos despedimos. Él colaboró en la consulta, yo ni siquiera voté. Cuando la policía entró a la universidad, una marcha enorme de protesta se organizó. Salió de CU; llegó hasta el Monumento a la Revolución. Allí estuvimos varios de aquel grupo que se disolvió andando el tiempo de la huelga, pero no recuerdo haberlo visto a él marchando. Quizá solamente no lo vi.
            Nahuatzen y yo nos seguimos frecuentando. Tras aquello nos encontramos en trincheras distintas. Por un tiempo ambos trabajamos en el gobierno de la ciudad, en áreas que eran rehenes de “corrientes” diferentes. Pese a ello, solíamos sentarnos a solucionar los problemas que debíamos solucionar. Lo hacíamos como amigos, como universitarios.
            Poco tiempo después Nahuatzen murió. Nunca tocamos el tema de la consulta ni nuestras posturas al respecto. Ninguno de los dos se benefició de la huelga o de esa reunión. Al contrario, de alguna manera, nos exiliamos de la universidad. Yo sigo parcialmente en esa condición.

            Así que parte de mi recuerdo personal de la huelga es poco edificante. No sólo porque terminó en el descrédito, aunque reconozco que pareció salvar a la UNAM del destino neoliberal que le tenían preparado, sino porque, entre otras muchas cosas, la asocio a una fractura, al exilio, a una muerte.

*Este texto lo escribí en febrero de 2014  para un libro conmemorativo de la huelga de 99 que, me parece, nunca salió a la luz. Lo dejo como recuerdo de ciertas cosas.