miércoles, julio 16, 2014

Una lagaña

Lo que te despierta es ese extraño hoyo que hay en la pared. Piensas que es un ojo profundo que te observa. La situación es absurda, pero no te parece extraña. Lo único que haces es preguntarte por  lo que ese ojo ve. Tu agotamiento y la sensación de derrota te impiden pensar racionalmente sobre ese hoyo que hay en la pared de tu cuarto. Te incorporas lentamente, con tu cuerpo desnudo pero tan pesado que supones estar usando un atuendo de cemento. No sales de la cama, solamente posas tus brazos sobre tus rodillas dobladas y en ellos recargas tu barbilla. Sigues pensando en lo que ese ojo extraño está viendo. Quieres preguntarle a gritos lo que ve, pero te contienes. De algún modo, una parte de tu cerebro te dice que estás soñando, que te recuestes y vuelvas a dormir. No haces caso. Sales de la cama y descalzo caminas hacia ese hoyo que te parece un ojo. Sientes el piso de tu cuarto lleno de tierra; te lastiman pequeñas piedras de cemento y yeso. Alcanzas a tocar su contorno. Te percatas que el hoyo es profundo, mucho más de lo que permitiría el ancho de la pared de tu cuarto. Eso sí te parece absurdo. Te decides a explorar esa profundidad. Justo cuanto entras en el ojo tienes la certeza de ser una lagaña. Te dices a ti mismo que tan sólo eres el síntoma de una infección. Cuando te das cuenta de que el ojo no llora, la oscuridad te rodea. No hay nada, entiendes que no habrá nada. Quieres gritar, pero no hay grito alguno. Las lagañas, te dices en un último relámpago de conciencia, no gritan.