lunes, noviembre 25, 2013

No hay que cejar

De las estadísticas hay que desconfiar. No por falta de rigor de quien las hace, aunque a veces esto es evidente, sino ante todo porque la luz que arrojan los datos tiene siempre su contraparte oscura. Es lo que sucede con las estadísticas referidas a la violencia contra las mujeres en México. Muchas no denuncian la violencia que padecen, o lo que es peor, ni siquiera se dan cuenta de que viven en ella. Desgraciadamente a menudo parece suficiente con que no exista violencia física o sexual para volver aceptable y hasta normal todos los otros tipos de violencia: la verbal, la sentimental, la laboral, la económica, etcétera.

La experiencia personal no ayuda tampoco a darse una idea de la dimensión real del problema. Sin embargo, contribuye a intuir su extensión. A lo largo de mi vida he sabido y visto el ejercicio de la violencia contra las mujeres en los lugares menos esperados, por ejemplo, la universidad. Se supone que la educación, particularmente la superior, debiera volver inexistente esta y otro tipo de violencia en quienes ostentan algún titulo universitario. Pero no es así. Incluso, en ocasiones, pareciera que el título da derecho a ejercerla. Vale la pena preguntarse si esto puede explicarse como un fallo de la educación universitaria misma o si es algo que le trasciende.

No hay respuesta sencilla a tal pregunta. Es en extremo difícil pedirle a la universidad, sobre todo a la universidad de masas, que haga milagros. Aunque está en el ámbito de su competencia hacer todo lo posible por instruir a sus miembros en no ejercer la violencia en contra de las mujeres, no parece que sea su razón de ser sustituir otras instancias sociales encargadas de educar cívicamente a la población o en su defecto aquellas que están allí para prevenir y castigar si eso llega a suceder.

Para el caso mexicano, el problema reside sobre todo en estas otras instancias. Me refiero a la educación primaria y secundaria y a la vida familiar. Es allí donde, desde la edad más temprana, se debe inculcar el respeto absoluto a la libertad y voluntad femeninas y a la igualdad con que debe tratárselas. Y al mismo tiempo, corresponde al Estado garantizar la prevención y en su caso castigo sin contemplaciones a quien ejerza violencia contra ellas y en general contra la población.


Así, el hecho de que la universidad exista este y otro tipo de violencias, pone en evidencia el múltiple fracaso en los más diversos niveles de la vida social mexicana. Cuando la violencia aparece, de la cual la física es quizá el corolario de un conjunto de violencias cotidianas, lo que se muestra impúdicamente es la debacle de todas las instituciones mexicanas. De aquí que la lucha en contra de la violencia que se ejerce hacia las mujeres se lleve a cabo en los más diversos niveles: en el institucional, en el social, en el cultural, en el educativo, etcétera. Es la misma lucha que ha de ejercerse contra toda violencia, de cualquier tipo, hacia cualquier ser vivo. No sabemos cuánto tardará esta lucha en cuajar. Hoy, dice La Jornada que 47 por ciento de las mujeres mexicanas ha sufrido violencia de pareja (agresión emocional, económica, física o sexual). He aquí el dato de cuánto falta en esta lucha, aún desconfiando de los datos. No hay que cejar.

miércoles, noviembre 20, 2013

Habría que usar un moño negro este día

Hay que aceptar que “volver a pasar por el corazón” no es suficiente. Aunque recordar cuando prevalece el olvido es en sí mismo un acto valioso, es insuficiente. Además, el acto se empobrece notablemente cuando se convierte en un evento institucional que se fija cual ritual cívico carente de significado o se le deja al garete del capricho “político”. Nada de eso es suficiente.

Quizá lo primero que es necesario aceptar es el asesinato de la Revolución mexicana. Sí, asesinato y no muerte. Porque no es que haya muerto de “muerte natural”, como Octavio Paz decía de la revolución, así, a secas, para referirse al “socialismo realmente existente”, sino que la asesinaron los que gracias a ella se instituyeron como gobierno. Después, la volvieron a asesinar los gobiernos panistas, con su embestida contra cualquier aspecto laico de la vida social y política. Y ahora, un gobierno carente de perfil alguno, el que sea, la vuelve a asesinar con sus ciegas convicciones neoliberales.

Asesinada, desmembrada, cremada, esparcidas sus cenizas, parece haber una voluntad institucional de olvidar que este país, en muchos de sus mejores aspectos, es el resultado de aquella revolución de principios del siglo XX. Y no tanto por gana de los vencedores, sino por esfuerzo de la bola, de los de abajo y los varios proyectos que lograron consolidarse y constituirse como vida corriente en este país. Si los actos conmemorativos y académicos no recuerdan esto, se quedarán en lo que son: misas que yerran en lo fundamental.

Tal vez lo segundo que habría que aceptar es que urge simbolizar una lucha en contra de este olvido total o la administración del “volver a pasar por el corazón” institucional. No estoy seguro que sea a través de historias escritas ni de conferencias ni de películas. Seamos honestos: eso no pasa de los sectores medios ilustrados que, por supuesto, se sienten una comunidad. Muy probablemente en cierto modo hace falta aquello que en su momento Roger Bartra exigía al gobierno panista y a la centro-derecha: nuevos mitos. Probablemente nos falte simbolizar esa lucha, crear los símbolos que se vuelvan mitos y/o que refuercen los otros mitos muy nuestros: Zapata, Villa, la bola.

Debiéramos ponernos hoy un moño negro con las siglas 20N o algo parecido. Reconocer  que hay una víctima, mostrar con ello nuestro luto y también nuestra gana de dar esa lucha contra el olvido o la administración del recuerdo institucional. Ese moño nos ayudaría a reconocernos como comunidad y nos obligaría a ejercer la memoria y encender en nosotros la llama casi extinta de la idea de la revolución. Un moño negro nos ayudaría a tener presente el “instante de peligro” en el que estamos y quizá nos ayudaría a simbolizar lo que sucede en el país. Además, de alguna manera, otorgaría una identidad a estos pequeños incendios que se ven por todo el territorio nacional.


Por lo pronto, hago mi moño negro. Falta el logo propiamente dicho del 20N, pero andando el tiempo aparecerá el diseñador que lo haga. Tenemos muchos 20N por delante.

miércoles, noviembre 13, 2013

lunes, noviembre 04, 2013

¿A qué vas?

Desde tu muerte hace tres años y cuatro meses, te he soñado tres veces. El más reciente es de hace tres semanas. Ya vi: muchos tres.

Te volví a soñar en el mismo lugar, ese puente peatonal de piedra que pasa sobre un río. No ubico el lugar pero estoy convencido es europeo. El entorno es brumoso por el frío. A la distancia un ciudad inconfundiblemente europea. Estás allí, erguido, observando la ciudad. En esta ocasión traes esa gabardina blanca que dejaste en casa cuando mi examen. Pienso que hasta muerto eres elegante.

Me aproximo con ese paso desenfadado que acostumbro. Te miro con curiosidad. Para estas alturas no pensé volverte a encontrar. Te saludo, sonríes, conversamos. Te cuento las peripecias del mundo, del país, de lo que tú y tu obra han provocado, gestado. Tu risa y sonrisa, llena de matices, lo dicen todo. La ironía campea por tus comentarios. Me dices que me notas incómodo. Te doy la razón. Ambos sabemos que en ocasiones lo mejor es el silencio. Me siento en medio de un barullo inútil, te digo. Y me acosa la frase del documental que no viste, dicha por un amigo al que quiero y admiro por su terca persistencia: todo lo que sube a la institución baja acartonado. No dices nada en un buen rato. De pronto hablas. Me dices que la incomodidad es un buen síntoma. Te ríes. Pero veo te incomoda lo contado.

Después de otro momento de silencio, suspiras. Te despides. Y ya dándome la espalda, caminando hacia el lado contrario del que llegué, dices, preguntas en voz alta: ¿a qué vas? Yo me quedo petrificado. Sé que no quieres una respuesta para ti, sino una para mí y mi incomodidad.

Tres semanas después de dolores de cabeza puedo responderme. Pero guardo silencio, porque a veces el silencio es mejor.