miércoles, enero 20, 2010

¿Cuánto cuesta un país?

Estaba yo llenando mi cono de papel en un dispensador de agua cuando a mis espaldas escuché a un niño hacer una pregunta sorprendente: ¿cuánto cuesta un país? Giré la cabeza para escrutar a quien hacía semejante pregunta. El niño estaba viendo las noticias con su madre. En ellas se hacía referencia a Haití. La madre hizo caso omiso a la pregunta, y siguió viendo la televisión como se suele hacer en este país: como hechizada, ensimismada.

No me he podido sacudir la pregunta durante todas estas horas. ¿Cuánto cuesta un país? ¿Qué habría que responderle al niño? ¿Muy caro?, ¿mucho?, ¿demasiado? Obviamente no hay una cifra precisa. Pero tal vez convendría decirle que no hay reconstrucción que no sea un negocio. Que el costo, sea cual fuere, significará jugosas ganancias económicas para quienes lo hagan. Lo que allí se va a reconstruir no es un país, sino una sucursal. Las fundaciones, los deportistas, los actores, los cantantes, se mueven, en principio, por humanitarismo. Pero detrás hay otras cosas menos loables: dinero, inversión, fama que también se traduce en dinero.

Al niño, aunque abstracto, podría decírsele que cuesta más de lo que cualquiera puede imaginarse, pero que ese costo tendrá como resultado cuantiosas ganancias (el doble para los modestos, el triple o el cuátruple para los insaciables). Pero hay una dimensión del “costo” que no es cuantificable en términos económicos, y por eso mismo, más elusiva de lo que están dispuestos a aceptar los teóricos de lo concreto. Y es que la tragedia de Haití dejó al descubierto un Estado sin instituciones, un gobierno sin ejecutores, en suma, un terrible vacío. ¿Cuándo podrá la población de Haití confiar de nueva cuenta en algo parecido a un Estado, a un gobierno, a un país, a una sociedad? Viene de una larga historia de colonialismo y opresión, dictaduras y terror. Hoy se encuentra ante el más pleno desamparo institucional.

¿Cuánto cuesta un país? Mucho en términos económicos, pero más, mucho más, en términos de confianza, en términos de la “suspensión voluntaria de la incredulidad”, que deriva de todas las ficciones políticas que llamamos país, nación, gobierno, Estado. Es obvio que decirle esto a un niño, dado el caso de que se encuentre la forma de hacerlo de manera asequible para él, le sería tan terrible como el terremoto que sacudió a Haití.

jueves, enero 14, 2010

Improve Everywhere

Hay cosas... hay cosas...

Los héroes de hoy

Si Carlyle viviera, con nosotros estuviera, me dice. Así nos despedimos. La plática no fue agradable. En el metro me encuentro con un periódico que utilizando los estereotipos de los héroes nacionales, les pone rostro de los jugadores más conocidos del fútbol mexicano. ¡Viva el genio individual! Veo de nueva cuenta un documental que me hicieron llegar sobre el grupo Salinas. La pura apología del esfuerzo individual que por arte de magia todo trastoca: la explotación no es tal sino ingenio, el país como mero escenario de la acumulación de capital, la incapacidad verbal como propuesta cultural, la urgencia de no pagar impuestos como política social de la iniciativa privada.

Quien me dijo aquella consigna tiene algo de razón. Sólo que los héroes de ahora son héroes empresarios. Y desde hace tiempo han trazado su estrategia para, como dice una caricatura, “apoderarse del mundo”. Paso a paso lo van logrando: hay que ir a las liberarías para ver los títulos de superación personal que se tiran, hay que ver las notas que los periódicos lanzan sobre conductores (Toño Esquinca) que enarbolan lo que en esos libros se dice, los libros de historia que dan a los profesores de enseñanza primaria, etcétera. Podríamos no leer nada de eso, hacer caso omiso porque no vale la pena. Pero resulta que están allí y que ellos son los adversarios. Más vale andar enterado.

lunes, enero 04, 2010

Desechar la herencia

Como una herencia de mis maestros, solía preguntarle a mis alumnos las razones por las que decidieron estudiar historia. Cuando las respuestas se repitieron de manera sistemática, dejé a un lado esa sana costumbre. Pero ahora no lo hago por una razón más poderosa, relacionada con la siguiente anécdota.

Una maestra de primaria, con la intención de conocer a sus alumnos, les preguntó por su vida y la de sus familias. Las respuestas eran de lo más tradicionales y comunes (mi padre es arquitecto, mi madre es ama de casa; mi padre es ejecutivo, mi madre diseñadora; etcétera). Hasta que un niño dijo lo más quitado de la pena que su padre era narcotraficante. La maestra quedó estupefacta, los niños le admiraron, las niñas le temieron.

Al terminar la clase, después del incómodo momento, la maestra quedó pensando en lo que debía hacer. No estaba segura de que el niño hubiese dicho la verdad. Eso implicaba investigar. Pero en asuntos de narcotráfico, una actitud así es camino seguro a la muerte. Sin embargo, la maestra tampoco podía consentir y pasar por alto lo dicho por el niño. Después del caso de Beltrán Leyva y al arresto de cantantes, le quedó claro que un saber de esa índole no declarado le convertía en cómplice de la delincuencia. No es que fuera puritana, pero le horrorizaba terminar en la cárcel. La angustia llegó a tal nivel, que la maestra no encontró otro camino que renunciar y alejarse de esa escuela, metiendo unos cuantos estados de por medio.

Pienso que esta experiencia es suficiente para dejar de hacer las presentaciones corteses al principio de cada curso, esa agradable experiencia que me enseñaron mis maestros.