lunes, febrero 26, 2007

La fuerza de la costumbre

Todo amor, si es tal, es un compromiso. Lo es porque nos libera de la incertidumbre de la pérdida (“se está pese a todo”). Lo es porque nos obsequia la certeza del destino y la trascendencia. Lo es porque incita la sustitución de su pasión por la comodidad de su asepsia: allí están los hijos, la casa, los gastos, los recuerdos de una época feliz, que suplantan la alegría que antes provocaba una mirada. Lo es porque en la resignación no se cava una tumba, sino el altar ante el cual deben inclinarse siempre, con reverencia, los que vienen detrás. Lo es porque a cierta edad más vale la cosificación que la plasticidad. Lo es porque a falta de poesía queda la dureza del deber ser que nunca se fue pero que se espera que otros sean. Lo es porque el miedo se vuelve compañero de cama. Lo es porque el hombre es el único ser que se acostumbra a morir antes de dar el último suspiro. Eso es el amor: el vacío que se llena con todo lo que se pueda, aunque aquel latido inicial haya desaparecido de la faz de la tierra. El amor es un compromiso, esa es nuestra herencia.

viernes, febrero 23, 2007

El amor explicado para viejos y niños

Todo amor, si es tal, necesariamente es prohibido. Lo es porque por definición es una irrupción. Lo es porque un fuerte impulso desea trascender la ineludible limitación de nuestro cuerpo. Lo es porque nuestro ser se encuentra pleno en un ser ajeno. Lo es porque nuestra piel es insuficiente para albergar a la otra persona. Lo es porque nuestras palabras nunca alcanzan a expresar lo que el otro nos provoca. Lo es porque rompemos nuestra fingida soledad humana para sabernos desamparados ante ese otro ser que nos inunda. Lo es porque todo deja de existir salvo aquellos labios cuya consistencia nos indica que vivimos para otro. Lo es porque dejamos de ser polvo futuro que el viento levanta para convertirnos en suspiro que alimenta la vibración del alma. Lo es porque una mirada se convierte en la única verdad, en la única referencia que permite vivir. Lo es, en fin, porque dejamos de ser quien somos para reencontrarnos en otra persona y nunca más ser los mismos. ¿Qué otra cosa podía ser el amor sino la permanente violación de esa prohibición que nos pretende absolutos y acabados dentro de nuestra propias fronteras? ¿Qué otra cosa podía ser el amor sino la invitación a cruzar lo que está prohibido? Así nació el mundo: Eva decidió trascender la prohibición que significaba estar en el paraíso. Esa es nuestra herencia. Eso es el amor.

jueves, febrero 22, 2007

Muerte simbolica

Recuerdo alguna vez haber definido la muerte como la ausencia de movimiento. En efecto, eso es lo más patente cuando nos asomamos a un féretro: el cuerpo inmóvil nos habla todo él de la muerte, en contraste, por ejemplo, de quienes asisten al velorio: movimiento triste, lento, pero movimiento al fin.

Lo mismo sucede con las muertes simbólicas, la muerte de quienes en nuestra vida han dejado de ser importantes, quiero decir, que antes generaban con su presencia movimiento en nuestra vida. La muerte simbólica de alguien en nuestra vida es reconocer que esa persona ya no induce nada que no sea una parálisis del alma, del corazón, del cuerpo.

Al muerto le guardamos luto, pero al muerto simbólico lo único que podemos obsequiarle es el silencio. Porque también en silencio recordamos. La memoria es su féretro.

martes, febrero 20, 2007

Desaparicion

Ese día, al despertar, una extraña sensación le atenazó todo el cuerpo; la sentía en sus patines, como les llamaba; en su panza redonda; en su rostro regordete. Estuvo a punto de decirse que sería un mal día, pero una inveterada tradición le impedía aceptar la validez de sensaciones e intuiciones. “Con creencias no se va a ningún lado” se dijo, e hizo todo lo posible por ignorar aquella sensación de impreciso origen. Se levantó y procedió como siempre: el baño, el desayuno, la buena disposición para un día que, como sucedía desde hace tiempo, no pintaba nada bien.

Pero aquella extraña sensación no era solamente un asunto personal, una proyección de inquietudes del alma, como se obstinaba en pensar; para su sorpresa, lo invadía todo. Lo primero que notó fue la desaparición de rayas y cuadrículas que abundaban en las calles por las que solía andar. Todo parecía de una blancura ausente que espantaba. Claro que sabía de pueblos fantasmas, pueblos que habían sido abandonados de súbito por causa desconocida, por ejemplo, aquellos pueblos mineros estadunidenses cuando la fiebre del oro. Pero jamás había escuchado que urbes modernas, antaño densamente pobladas, se convirtieran en inasibles espacios en blanco. Precisamente porque resultaban impensables, se decía que estaba soñando o bien que padecía una terrible alucinación.

No es que temiera la blancura como tal, sino que le asustaba la ausencia de referentes para ubicarse. ¿Cómo saber dónde estaba sin compañeros, sin rayas, sin cuadrículas? Porque hay de blancuras a blancuras, pensaba; una producto de la elegancia y otra consecuencia del vacío. La que veía en las calles era precisamente la del vacío. El temor crecía en su interior porque, además, no veía una sola alma a su derredor. Cierto que desde hace tiempo sentía pertenecer a una especie en extinción, pero jamás le había cruzado por la cabeza ser, como quien dice, “el último ejemplar de su especie”. Ahora sabía, además, que había un modo preciso de ser último ejemplar: su sonido era el silencio, pero no un silencio reconfortante que fungía como escondite o fuga del ruido, sino como imperio en el que cualquier ruido era impensable, ni siquiera el de sus pasos.

Con una mezcla de resignación, espanto y duda caminó sin dirección ni rumbo fijo. Todo le resultaba ajeno, totalmente desconocido; no le preocupaba la dirección de sus pasos pues se decía que pronto despertaría de su sueño o de su alucinación. Sólo se trataba de tener una fuerte impresión para que todo volviera a ser como antes, aunque muy pronto comenzó a preguntarse cómo eran las cosas antes. Porque otro efecto del vacío, de la blancura ausente, del silencio, era una acelerada pérdida de memoria. Por más que lo intentaba, no lograba recordar con precisión la disposición de las cosas ni lo lugares que frecuentaba ni los espacios y recovecos que le gustaban. Sentirse perdido, se dijo, consiste precisamente en ser un presente sin tiempo. Y es que en uno de sus últimos momentos de lucidez se dijo que si el ayer se desvanecía, qué importaba lo que el día de mañana sucediera.

El cansancio pronto se hizo presente en su cuerpo. Se detuvo a descansar en un espacio en blanco, tan blanco como el resto de la ciudad. Meditando en la blancura ausente de la ciudad, sin nada que mirar, se dio cuenta que aquella pesadumbre que sintió al despertar tenía que ver con esta perturbadora invasión del vacío, de la que parecía ser último y exclusivo testigo. Ahora tenía la certeza de que pronto habría de perder la capacidad de pensarse, que no es otra cosa que hablarse a sí mismo. Sin palabras comprendió que habría de ser parte de esa blancura ausente. “Último ejemplar de la especie” fue lo último que pudo decirse, con una voz carente de matiz.

Así murió la primera vocal, la primera letra del abecedario, el último ejemplar de su especie. No murió a manos de una goma, sino del influjo de un mundo que había decidido expulsar de su paraíso la palabra y la letra misma.