martes, febrero 07, 2006

Ventana

Es un gran invento y no únicamente por sus convenientes fines prácticos: la luz y la ventilación. Lo es por algo mucho mejor: la posibilidad de ver al mundo exterior desde el cómodo mundo interior. Ella posibilita un juego humano indispensable que nos define: el “afuera” prolongándose en el “adentro”, y viceversa, el “adentro” anunciándose, en ocasiones tímidamente, en el “afuera”.

Habría que investigar de dónde surgió la idea. Quizá de las cavernas, de las grutas, de los primeros refugios humanos que no requerían otra construcción que la mera habitación. Vaya, los “ocupas” de entonces. Habría que imaginarlos allí, cobijándose del sol, sentados, mirando el horizonte bañado por una resolana que lastima los ojos. O refugiándose de las inclemencias del tiempo, la lluvia, la nieve o el frío. El refugio necesario para vivir desde el cual mirar y desear al mundo.

La fascinación de mirar hacia fuera desde dentro no se ha perdido al paso del tiempo. Por ejemplo, la obligada reclusión de los monjes en sus monasterios habría sido insoportable de no ser por esas pequeñas ventanas que se encuentran en las celdas, con sus camas y asientos de piedra. El voto de castidad encontraba algo de alivio en la sensualidad del entorno, mucho más evidente desde la privación interior. ¿Quién dice que lo que se mira no alimenta y satisface?

Es una pena que semejante invento humano ande hoy a la deriva. Únicamente seres atrincherados en su necedad y temor pueden diseñar esos departamentos de ventanas diminutas por los que si acaso se ve la construcción de enfrente. Santo y seña de los tiempos: la pérdida inevitable de lo otro que, afuera, pierde su capacidad nutritiva al no ser advertido, escrutado, deseado. Por eso el mundo parece cada vez más dislocado e inconexo. Exterior e interior pierden su contacto, dando paso a una realidad cuya riqueza queda desperdiciada en beneficio de la trágica miopía de las cuatro paredes.

Porque el encierro no es enriquecedor dada su falsa índole: recluidos a fuerza, incapaces de viajar por los interiores del alma, el ser humano dislocado sucumbe ante la ficción del vértigo de la imagen televisiva o cibernética. Zombies de sí mismos, ¿cómo no habrían de serlo también para su entorno?, ¿cómo no habrían de encontrar la evidencia palmaria de su separación del exterior si a las diminutas ventanas se les imponen, además, barrotes?

Habría que hacer una antropología de este fenómeno en retirada de las ventanas. O mejor: una ontología. Porque si la analogía es cierta –“los ojos son las ventanas del alma”–, tal vez por este camino hallemos la explicación de la creciente opacidad de la mirada que se encuentra en rostros autómatas que caminan por las calles. Almas moribundas, ventanas pequeñas e inútiles, barrotes y miedos, inexistencia de vasos comunicantes entre el afuera y el adentro. En suma: anquilosamiento de la cultura, signo de los tiempos. Todo como si fuera un ethos paralizado que ya no es presencia de nosotros en el mundo ni del mundo en nosotros. Traición a siglos de sabiduría en una época que se cree inteligente.

miércoles, febrero 01, 2006

Mire usted

Mire usted. La eternidad humana únicamente puede existir en los estrechos márgenes de la propia finitud humana. Para cualquiera de nosotros ella, la eternidad, es tan sólo una idea que pervive mientras los ojos de cada quien permanecen abiertos. Este hecho se constata aun dentro del lapso vital de cada generación. ¿Es que acaso la historia no está hecha también de olvidos? Recuérdese que el olvido es, entre otras cosas, la constatación plena de esta contradicción de la eternidad humana: un “siempre” encarcelado en el “hasta cuando” de la muerte, o si se prefiere, del recuerdo.

Pero no menosprecie usted por ello la idea misma de eternidad. Muy al contrario: digno de apreciarse y tenerse por gran valor es que dentro de esa finitud, caracterizada por un constante fluir –algunas veces más intenso, otras veces menos; ora rítmico, mañana accidentado–, exista la idea de la eternidad como un hálito que flota sobre las naturales e inevitables mudanzas de la vida humana. Quizá en esa eternidad de límites ciertos los seres humanos hallamos el asidero que nos permite aventurarnos a encontrar un “sentido” a nuestra vida.

Vea usted si no. En la “creencia” de la eternidad colocamos, por ejemplo, los sinsabores del amor. Parafraseando un verso: ¿quién recordará a la amada cuando los ojos que la aman se cierren por siempre? Pero justamente por ello es que la idea de la eternidad salva al amor de su muerte segura, esa que tan bien explica un poeta: es la vida o la muerte la que separa a los amantes, una de dos, sin ninguna otra opción. ¿Cómo cree usted que Adán pudo sobrevivir a la extracción de su costilla, su conversión en mujer, su amor por ella, su queja ante Dios, y su “ni con ni sin ella” que, desde entonces, repetimos todos los seres masculinos con respecto a las mujeres?

Mire usted. La eternidad es una idea encarcelada en los límites de la vida, pero tenga usted por seguro que sin ella ese transcurrir sería más pesado de lo que frecuentemente nos resulta.