viernes, agosto 12, 2005

La nueva droga

Asisto a la presentación de una revista, una de esas revistas apoyadas por el INBA y por Conaculta. Asisto pensando en que tal vez el asunto valga la pena; después de todo solamente unas cuantas publicaciones tienen el privilegio de presentarse en Bellas Artes. De manera muy gratuita supongo que por tener lugar en un recinto cuasi sagrado, la sala Manuel M. Ponce, encontraré aliento intelectual de monta para un tema muy actual: las drogas. Ruvalcaba no me interesa en lo más mínimo pero sí José Luis Cuevas, el legendario autor del mote que después pasaría a ser dominio público: zona rosa. Pero ni uno ni otro llegan a la presentación.

Para mi sorpresa inicial, el evento comienza con un performance. Recuerdo haber visto al actor en la facultad de Filosofía y Letras. Su larga caballera coronada por una calvicie prematura es inconfundible. También creo haber visto a la violinista que acompaña el acto. No sé por qué su modo de tocar me hace evocar a Benito Bodoque, el de Don Gato, cuando lo confunden con Lalas lolos la.

Así, pues, mi sorpresa inicial sufre una rápida y radical transformación. Siento náuseas. No sólo porque el performance comienza de manera muy parecida a una vieja obra de teatro que vi cuando niño en el Poliforum: dos asistentes, en realidad actores, inician una pelea verbal, llamando la atención del público sobre el tema del performance, que en este caso es el de las drogas (así mismo tema central de la revista a presentar). También por la tónica que anuncia: “¿Alguien tiene algo para calmar mi síndrome de abstinencia?”, grita desesperado uno de los actores. Y como nadie le responde, huye de la sala. Ese es el punto de quiebre: habría que ser demasiado imbécil como para no saber lo que vendría después...

Performance con moralina: las drogas esclavizan. Se llega a ellas con el pretexto de la búsqueda interior y se acaba adicto, así, en fast track. Dice el actor-adicto con voz quejumbrosa ante un espejo que le regresa su propia imagen: “Tan sólo quería una vida tranquila, por eso me escapé de la gente” y se entiende que cayó en las drogas. El pobre adicto ya no sabe nada de nada, ni de sí mismo ni de nadie. Acaba tirado, encadenado, persiguiendo un sueño que lo elude. Se levanta, pasea el espejo frente a la gente, y dice algo así como que “Nosotros no somos los únicos enfermos, veánse ustedes mismos”. La gente, tan fácil para batir palmas, le ofrece un atronador aplauso. Cuando se hace el silencio, el mismo actor concluye: “Recuerden que hay creatividades destructivas y creatividades constructivas”.

No soporto más y me salgo. Afuera de la sala, mientras hojeo el ejemplar en cuestión, alcanzo a escuchar la presentación que de la revista hace la escritora Laura Esquivel. Me quedo helado. No dice nada del tema pero sí del nombre de la revista. Y pura evocación de cuando en esta ciudad las calles tenían otro nombre, “nombres preciosos”, dice. Casi lo mismo sucede con el siguiente presentador, cuyo nombre me escapa. Con docto tono habla de la política cultural de este país y de la importancia de las revistas. Punto. ¿Y el tema de las drogas? Bien gracias.

Dejo Bellas Artes desolado, con naúseas. Me dan ganas de unirme a la lluvia y llorar un rato. ¿Será que el simulacro llegó para reinar por largo tiempo? Me queda claro que la nueva droga ni siquiera necesita de una presentación física y estimulante: ahora es etérea y se cobija en contextos acríticos e insulsos.

Por lo menos sé que hasta ahora no soy un adicto. La naúsea es en este caso un saludable síntoma.

martes, agosto 02, 2005

Te conozco

–Te conozco –dice el taxista, despertando las alarmas interiores. Porque en esta ciudad no es frecuente que un taxista diga eso cuando en la madrugada maneja por una calle solitaria y oscura, con un auto siguiéndole los pasos.

Por mi cabeza desfilan las opciones de manera vertiginosa. Bajarse rápidamente de la unidad para correr por las calles de una colonia cuya fama violenta y delincuente es por todos conocida, no parece ser la mejor opción. Además, ya es común que los asaltantes vayan tras las víctimas y les disparen por cobardes. Ya se sabe: les exaspera que los asaltados sean codos y cobardes.

La otra opción es darle un golpe preciso al conductor. A mi alcance está su sien. Recuerdo una pelea en la secundaria, cuando uno de los porros que con frecuencia nos molestaban recibió un golpe así. No sólo se desplomó; gritaba desesperadamente por su ojo, que supongo resultó seriamente lesionado. Pero qué ganaría con ello. Si acaso que el taxi chocara. Y el problema sigue siendo el mismo: cómo sacudirse a los cómplices.

Poco a poco voy entendiendo que no hay opciones. Me digo que llegó el momento de mi secuestro exprés. Recuerdo bien el anterior, cuando el conductor apuntaba su pistola 45 a mi rodilla izquierda, preguntándole a su compañero: "¿Y si le disparamos a este cabrón?".

Mentalmente hago sumas y restas, para saber cuánto se pueden llevar en esta ocasión. La cantidad molesta a mi de por sí ya molesto bolsillo que sólo sabe de deudas. Además, nada más de pensar en reportar tarjetas robadas me mata de güeva. Pero muy filosóficamente me digo: “ni modo”, al estilo yucateco.

–Mas vale que no –respondo al taxista, sosteniendo la mirada que me echa por el retrovisor–. Por tu bien, por el bien de tus cosas, por el bien de tu familia, por el bien de tus amigos, sinceramente espero que no me conozcas –le digo tranquilamente, con esa tranquilidad del que sabe su destino cierto: un secuestro exprés, algunos golpes, mucho maltrato.

Veo cómo una duda cruza por sus ojos. A saber qué habrá pensado. Vuelve a acelerar, no obstante el intercambio de luces que el auto de atrás hace, como recordándole que hay un asunto a tratar en esas calles solitarias y oscuras.

–Déjame aquí, por favor –le solicito.

Pago el monto que me dice, y sigo caminando a mi auto. Imagino que los cómplices desistieron al ver la patrulla frente a la cual descendí.

Pocas veces me ha inquietado tanto que alguien me diga “te conozco”.