martes, diciembre 27, 2005

Un caso para Freud

Es como una pulsación in crecendo. Al principio no te das cuenta, o si acaso, lo tomas por otra cosa. Después el descubrimiento del latido te distrae, lo asocias a la vida, e incluso al amor. Su ritmo te dice más, o mejor dicho, te oculta más de lo que crees. Al paso del tiempo aquella pulsación se vuelve inocultable. La sordera cotidiana, atenta únicamente a lo que hay de vida alrededor, no te deja percibirla hasta que está allí, ya plena, ensordecedora. Su ruido es tan extremo que te sorprende no haberlo percibido antes. Entonces llegas a la conclusión evidente: lo que está en los latidos del corazón y tras tus ojos no es otra cosa que la pulsación de la muerte. El problema no es qué hacer con ella, pues a fin de cuentas ha habitado en ti desde el primer respiro, sino qué hace ella contigo. ¿Acaso no ha dictado tu quehacer desde ese primerísimo momento? –le pregunta el paciente a Freud, que medita, toma una pluma y garabatea algunas cosas en su cuaderno.

viernes, diciembre 02, 2005

Hipocresía

Miras, no dejas de mirar. Sabes que no estás en una atalaya pero también te sabes en un lugar único. Las leyes de la física son inmutables aun entre los seres humanos: dos cuerpos no pueden ocupar un mismo espacio al mismo tiempo. Esta certeza te basta para comprender la unicidad de cada individuo, su singularidad misma. Pero objetas el derrotero de esta certeza: llevada al extremo es el mejor camino para extraviarse y perder piso. ¿No es acaso la sobrevaloración de la singularidad lo que proclama el capitalismo hoy en día? ¿qué otra cosa son las propagandas personalizadas, las tarjetas de crédito con la propia fotografía, que la exaltación mercantil de la singularidad? ¿no son, por decirlo así, la valorización del valor mismo de la singularidad?, te preguntas. Bajo esa extraordinaria fascinación, te dices, se quiebran y diluyen los lazos comunitarios, porque a fin de cuentas –musitas– el malentendido ha proliferado: colectividad e individuo se oponen como el día y la noche, como la luz y la sombra. Nociones todas ellas tan bélicas y maquiavélicas que no pueden negar su filiación capitalista. Habría que recordarles a todos –te conminas a hacerlo– que el proceso de individuación solamente es posible en una sociedad y/o una comunidad compleja, y que por eso mismo individuo y sociedad no se oponen en modo alguno. Te dan ganas de preguntarle a los demás si de verdad las ideas e ideologías ya pasaron de moda, pero recuerdas la mirada de incomprensión que te lanzan cada vez que hablas así. Y tú mismo no sabes qué responderte cuando en todo momento reivindicas tu nombre sin ostentar títulos. Es que yo soy yo porque los otros me dejan ser yo, comentas en voz alta. Recibes las mismas miradas de incomprensión. Guardas silencio y sigues tu viaje en el transporte público fijando tu atención en los mares de vehículos que hay ante ti.

viernes, octubre 07, 2005

El enemigo

¿Cómo no ceder a la tentación de decir que en estos días la naturaleza se está vengando del hombre? Tan hollada desde hace siglos, parece rebelarse con furia. Pero no. Esa explicación no hace otra cosa que reiterar la percepción de la naturaleza como enemiga a dominar. Lo que está sucediendo es la consecuencia inevitable de una obviedad: el hombre ha creado metódicamente su propia destrucción al eliminar los mecanismos propios de la naturaleza para contener sus propias lógicas. Por ese camino puede llegar el desenlace final, y nosotros sin enterarnos que el enemigo no es lo Otro, sino nosotros mismos.

miércoles, octubre 05, 2005

Mensaje conocido

Que me lo encontré en los páramos interiores:

El día de hoy algo se muere. Cruelmente la humedad del día se ciñe al pensamiento. Lejanas y cercanas tristezas confluyen, se arremolinan, brotan por el cráter de la mirada. No deja de sorprenderme que el más leve rozón haga tambalear la más fulgurante esperanza. Otra vez, una vez más, intentar encontrarle calor al sol. Es difícil saber si con el paso de los años tales intentos llegan a ser algo más que eso...

El suicida que todos llevamos dentro

lunes, octubre 03, 2005

El fuego, los hongos y la revolución

En un cuento para niños, Juan Villoro sostiene que la memoria es como una de esas máquinas de chicles en las que al depositar una moneda sale uno redondo y del color no deseado. En efecto, la memoria tiene sus caprichos; a menudo arroja recuerdos inesperados. Motivada por una película sobre Nicaragua (Bajo Fuego de Roger Sopttiswoode), mi memoria lanzó cual relámpago una imagen.

No tendría yo más de 10 años cuando vi esa escena, que ahora recuerdo con nitidez: en la televisión se daba cuenta de una acción impensable: unos guerrilleros habían rodeado un hotel de cinco estrellas, creo que el Hilton, en el que estaban hospedados los asesores de la CIA. La sorpresa era evidente: lo estrategas de la guerra sucia, los representantes de la larga mano de imperio, rodeados y acorralados por los tan despreciados guerrilleros, con sus armas desiguales, sus barbas, sus disparejos uniformes verde olivo, café, azul oscuro, negro, y el paliacate rojinegro. Lo que no recuerdo es si se trataba de Nicaragua o de El Salvador, aunque supongo que en realidad se trataba de Managua.

Ese recuerdo me llevó al recuento de ciertas lecturas: Tomás Borge, Sergio Ramírez, Omar Cabezas. El libro de este último me conmovió poderosamente (La montaña es algo más que una inmensa estepa verde), sobre todo por dos escenas: la del fuego como elemento de protesta silenciosa, y aquella otra afirmación:

“El hombre nuevo empieza a nacer con hongos, con los pies engusanados, el hombre nuevo empieza a nacer con soledad, el hombre nuevo empieza a nacer picado de zancudos, el hombre nuevo empieza a nacer hediondo. Ésa es la parte de afuera, porque por dentro, a fuerza de golpes violentos todos los días, viene naciendo el hombre nuevo en la frescura de la montaña”.

Azarosamente encuentro esta idea que me quema las entrañas: la revolución sólo puede darse como fuego. Cualquier revolución: desde la que se emprende contra Dios hasta la que aspira a transformar radicalmente al mundo. En protesta contra las ilusorias promesas del cielo (“Con ansia y amargura, he intentado cosechar los frutos del cielo y no he podido. Se elevaban hacia no sé qué otro cielo cuando les tendía mis manos golosas de su abundancia”) Cioran afirma que necesitamos un “espíritu de fuego” para que el “querubín enemigo que afila armas y locuras”, colocado por Dios como guardia en el camino del árbol de la vida, se derrita “en la pira de nuestra alma”. ¿Cómo no encontrar una relación estrecha entre esta necesidad de derretir al querubín divino en la pira de nuestra alma con un “espíritu de fuego” y el paulatino crecimiento de la protesta contra Somoza que describe Omar Cabezas cuando todavía no se incorporaba a las filas guerrilleras del FSLN que entrenaban en la montaña?

Según Cabezas, en Subitava descubrió los potenciales efectos del fuego como signo de protesta. Aquella población se había convertido en una hoguera permanente: las múltiples fogatas en torno a las que la gente se reunía para escuchar a los activistas, para sumarse a la resistencia contra la dictadura. De las marchas con ocote, las llamas anidaron en las fogatas que en calles y casas se hacían para discutir las injusticias de la dictadura. Recuerda Omar Cabezas:

“Y bueno, la fogata se fue generalizando en todos los barrios y paulatinamente fue adquiriendo un carácter subversivo. El fuego fue tomando un carácter subversivo porque todos los opositores, todos los antisomocistas, todos los prosandinistas, se aglutinaban alrededor del fuego. Entonces la fogata era síntoma de subversión, era símbolo de agitación política, de ideas revolucionarias llevadas por los estudiantes a los barrios. Las fogatas eran enemigas de la Guardia. La Guardia odiaba las fogatas porque la fogata concentraba a la gente. El fuego concita, integra, une; como que el fuego da valor como que el fuego te hace sentirte más protegido, más fuerte. Como que la llama fuera compañía. Es una sensación más o menos de ese tipo”.

Sospecho que allí, al calor de esas fogatas, poco a poco muchos nicaragüenses quemaron tanto al querubín de armas y locuras como su temor a la dictadura. En las piras de sus almas se comenzó a quemar todo. La revolución había llegado. El fuego como elemento propio cuando el cielo ha negado sus frutos, cuando unos pocos arrebatan a la tierra los frutos de todos. El mundo propio sólo se puede construir con fuego. ¿No será éste el lema de la revolución?

Porque también están las revoluciones personales. Ese conmovedor escenario de Subitava se llevó Cabezas a la montaña, cuando por fin el FSLN lo requirió como guerrillero. Y allá arriba vino la otra domesticación: la del propio yo acomodado. Otra pira de fuego en la que se queman muchas cosas. De los rescoldos no renace el hombre común, sino el hombre nuevo. Al lado del fuego, los hongos y los golpes violentos. Acaso forjarse no es otra cosa que eso: reconstituirse en piras, humedades y luchas contra las certezas que inmovilizan. Es otra vez Cioran el que lo dice mejor: “Armados por los accidentes de la vida, asolaremos las crueles certezas que nos acechan”. ¿Hay mejor definición del hombre nuevo? Cebezas incluso hubo de asolar la certeza del amor correspondido por la madre de su hija.

Pero como siempre, el fuego se agota, y lejos de los hongos y los golpes violentos, el hombre nuevo fenece ante las tentaciones del hombre común. El gran problema de la revolución es ése: ¿qué se hace con la pira que alguna vez la forjó? ¿qué se hace con los “ornamentos del mundo” que tanto seducen? ¿en qué momento no supimos guarecernos de los chaparrones?

!México, México!

Hombre: si 11 mocosos corriendo tras una pelota es el signo de una nueva etapa para el país, según dice el presidente, respiremos tranquilos. La nueva etapa entonces se define por este correr una y otra vez dentro de los límites de una cancha sin poder ir más allá. Moverse sin moverse. Vaya, después de todo, el presidente de la república no es tan tonto como parece. Viendo a los 11 jugadores de futbol que ganaron el campeonato sub17, encontró la explicación de su sexenio, de su visión de país, de su proyecto. Moverse sin moverse. Así está el país. Propongo que salgamos al ángel a festejar este talento para regodearse en el mito del Sísifo. Me siento un nuevo mexicano.

miércoles, septiembre 28, 2005

Nosotros

Una y otra vez regreso a esta palabra. No tanto por voluntad propia sino incitado por su uso generalizado entre conocidos y desconocidos: nosotros, que somos mexicanos; nosotros, que somos de izquierda; nosotros, que somos revolucionarios; nosotros, que somos pareja; nosotros, que somos amigos; nosotros, que somos los chingones; nosotros, siempre nosotros.

Dos son las formas en que se puede entender esa palabra. Una, que se funda en la negación; otra, que expresa apertura. La primera, el nosotros que en el fondo quiere decir un “no a los otros”, tiene alarmantes sesgos fundamentalistas. Implica hablar desde lo que se asume como verdadero y, por ende, indiscutible. Obvia decir que los otros representan por definición lo dudoso y lo falso. Es precisamente este sentido el que campea por todo tipo de fronteras: las nacionales, las personales, las colectivas. Allí, en esas zonas delicadas en que la sola presencia de los otros cuestionan la cómoda estancia al interior de las propias fronteras, se vive en tensión y pensando siempre en la amenaza que los otros suponen. Desde las fronteras, casi siempre la definición de un nosotros parte de lo que no son los otros.

La segunda forma de entender la palabra, aquella en la que el nosotros denota un “nuestros otros”, también implica una negación de los otros: nuestros otros no son los otros de los demás. No obstante, guarda en sí misma una apertura completamente ausente en la primera forma del nosotros. En efecto, “nuestros otros” tiene un sesgo de inclusión progresiva que la vuelve necesariamente flexible, e incluso, si se quiere, frágil. No parte de verdades absolutas y válidas por siempre; al contrario, concede la posibilidad de que los otros tienen algo que decir, y en ese medida, enriquecernos. En este nosotros las fronteras se diluyen paulatinamente en un afán de encontrar a los otros sin los que nada somos. Con este nosotros no existen miedos o amenazas, tan sólo la inseguridad de quien ante la incitación del otro pone en duda su propia consistencia.

Creo que hay que ser cuidadosos con el “nosotros” que utilizamos. ¿Qué queremos decir cuando hablamos de un “nosotros"?

jueves, septiembre 15, 2005

Una fecha cívica más

Himno nacional, banderas tricolores, juegos artificiales, sopes, quesadillas, pambazos, elotes, esquites y pozole. Al “México lindo y querido” seguirá el “Son de la negra” acompañados con los sacrosantos vapores del tequila para finalizar, eso sí, con José Alfredo Jiménez. Este nacionalismo incurable que, como bien dice Zaid, es más matriotero que patriotero. ¡Uf! La tragedia de hurgar en el pasado es precisamente darse cuenta de lo convenientemente selectiva que resulta la memoria de las fechas cívicas. Y aunque se puede argumentar que esto siempre es así (de hecho es una característica fundamental de la historia el no ser un Fulnes el memorioso), debe tenerse presente desde dónde se recuerda. Mis recuerdos, por fortuna, no surgen al ritmo marcial del hijo vuelto soldado según la discrecionalidad divina, ni tampoco al cobijo de casas de gobierno ni monumentos. Tampoco tiemblan de emoción en la concentración masiva que desesperadamente grita "!Viva México!". Mucho menos se fascinan con los juegos artificiales que iluminan los cielos. Y de plano huyen cuando llega el grito laudatorio que aumenta y disminuye a los héroes nacionales según el capricho del presidente en turno.

¿Cómo no agradecerte JEP el tino de tu pluma, más estos días?

Alta traición

No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques, desiertos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia, montañas
–y tres o cuatro ríos.

viernes, septiembre 09, 2005

La chorcha...

Bienvenidos radioescuchas a nuestra tradicional mesa de debate político, que el día de hoy tiene como tema central las precandidaturas perredistas al gobierno de la ciudad de México. Como siempre, nuestros invitados nos ayudarán sabiamente a pensar la situación. Y comienzo así, con una pregunta abierta: ¿hay dados cargados a favor de Marcelo?
X –Claro que los hay...
Y –Sí, por supuesto...
Z –¿La pregunta es en serio?
X –A mí me gustaría empezar con otro punto: desde el nombre. A mí me parece sospechoso, qué digo sospechoso, criticable, esa familiaridad con la que se habla de él y en general de los políticos más destacados del país: Andrés Manuel, Santiago, Vicente, Marcelo, Pablo, Porfirio...
Z –...estoy de acuerdo, Marcelo es en el mejor de los casos pseudónimo de comandante guerrillero (claro no zapatista, entre los que hay Blue Demon y cosas por el estilo), y en el peor, nombre de jefe de la mafia...
Y –O de futbolista...
X –...pero me refiero sobre todo a esa familiaridad. Digo, los políticos no están allí para ser queridos, y en mi opinión esa familiaridad denota precisamente eso: que hay una relación afectiva con ellos que evidentemente no facilita una relación ciudadana ni política.
Y: –Sí, como que hace falta una “sana distancia”, para utilizar el fino concepto zedillista...
Z: –Bueno, si eso es cierto, están en mucho mejor posición “la maestra” Gordillo y “el profe” Bejarano... como quiera los títulos distancian...
Y: –Bueno, tampoco...
Z: –Pssst... ¿por fin?
X: –Me refiero a ese “cariño” que se le tiene a los políticos.
Y: –Y a los profesores...
Z: –Stá bien.. cariño, política premoderna... pero bueno, eso no es patrimonio del PRD, aquí se mencionó gente del PRI y del PAN.
Locutor: –Sí, bueno, pero entonces ¿qué piensan? ¿Qué el señor Ebrard será el candidato perredista a la jefatura de gobierno del DF? Y más aún, ¿qué será el próximo jefe de gobierno?
Z: –¿Es en serio la pregunta?
X: –Claro...
Y: –Sí, evidentemente
Z: –¿Claro que la pregunta es en serio o evidentemente Ebrard será candidato y jefe de gobierno? Ya me perdí...
X: –Lo segundo.
Y: –No, lo primero.
Z: –Ahhh...
Locutor: –¿Ustedes creen que la competencia interna es desigual?
Y: –Sí, claro. Es muy desigual. Ebrard ha utilizado su puesto para promoverse...
X: –Es que no es lo mismo ser secretario que diputado o senador. En efecto, hay desigualdades.
Z: –¿Cuál competencia interna? Porque ni siquiera ha sido Ebrard promotor de su propia candidatura; en ese sentido el gobierno de la ciudad ha sido más una agencia de viajes con un solo promotor que se llama Andrés Manuel López Obrador. O peor aún: como el padre de Mozart que lo llevaba del tingo al tango “mostrando” al mejor postor sus cualidades. “Claro”, la comparación sólo tiene sentido si aceptamos sin conceder que Ebrard tiene alguna cualidad siquiera lejanamente equiparable a la menos desarrollada de Mozart....
X: –No estoy de acuerdo. Sí hay competencia interna: allí está Pablo que llenó El Metropólitan.
Y: –Y que fue duramente cuestionado en la UNAM...
X: –Y los otros, que han querido aplicarle la misma lógica del desafuero. Nada de eso sería posible si no hubiese competencia interna.
Z: –Chin, me retracto. Perdón. La razón les asiste. Ciertamente también allí están los espectaculares de Ortega y los carteles de Quintero... Sí, está claro que hay competencia interna. Lástima que el criterio definitivo para elegir candidato a la jefatura de gobierno del DF no esté dentro del PRD sino fuera de él.
Locutor: –Eso es interesante. ¿Podrías ampliarlo?
Z: –Sí, como no. Pues verás, el padre de Mozart...
Locutor: –No, eso no, por favor. Lo otro, lo del criterio de elección...
Z: –Ah. Perdón. Sí. Bueno, mira, este... sucede que AMLO cree en las virtudes potenciales del voto corporativo. Aunque algunos dentro del PRD se opongan a la candidatura de Ebrard se ve difícil que vayan a apoyar a un candidato de otro partido. El voto duro es el voto duro. El asunto fundamental es que AMLO quiere algo más que el voto duro. Sabe que lo necesita. En ese sentido, ninguno de los otros precandidatos garantiza un voto que no sea el duro. Solamente Ebrard.
Y: –Pero el costo político de sostener a Ebrard puede ser muy alto para AMLO.
X: –De hecho ya lo es. Las encuestas demuestran que si se fundamenta más la acusación de uso de recursos públicos en contra de Ebrard más del 50 por ciento de la población del DF no votaría por él.
Z: –Ajá, las encuestas de Televisa, ¿no? Además el costo político inicial no es para AMLO sino para el PRD-DF... pero lo importante, o lo que yo quiero decir, es que Ebrard tiene dos... eh... ¿cómo las llamaré?... virtudes no... cualidades tampoco... características... bueno, dos rasgos útilísimos para AMLO: primero, su imagen de Dick Tracy...
X: –¿Dick Tracy?
Y: –¿Por lo de la gabardina?
Z: –Y por ser el paladín de la justicia... y...
Y: –Pero allí te equivocas. La inseguridad crece, o por lo menos aumenta la sensación de inseguridad. En eso no triunfó Ebrard, pese a la costosa asesoría de Guiliani. Tláhuac lo hundió, de allí que se fuera a desarrollo social.
X: –Así es. Las encuestas demuestran que la seguridad es quizá el tema más sensible para la ciudadanía. Y en ello ningún gobierno ha tenido éxito hasta ahora, pero mucho menos el de AMLO cuando estaba Ebrard al frente de la seguridad.
Z: –Pero bueno, ¿acaso Dick Tracy acabó con todos los delincuentes? Ningún héroe los acaba por completo. Todos los héroes sólo terminan (y siempre hay que esperar su terrible retorno) con algunos malosos. Lo verdaderamente importante de un superhéroe es que está allí para combatir al mal, no para erradicarlo. Nadie se imagina un Superman desempleado o un Spiderman jubilado. Tal fue la tragedia de Mr. Increíble, según Pixar...
Locutor: –Pero la realidad no se trata de una película.
Y: –¡Exacto! No entiendo la comparación.
X: –Yo tampoco. ¿Cuál es el punto?
Z: –Yo menos. Lo que quiero decir es que uno de los rasgos de Ebrard, que ejemplifico con Dick Tracy, es su decida apuesta por la seguridad. Eso: la seguridad es uno de los temas y discursos más atractivos para las clases acomodadas. Ebrard logró acuñar un discurso de seguridad (y una actitud y una imagen) bastante persuasivo que gusta a las clases acomodadas, tan preocupadas por la propiedad privada...
Y: –¡Y tienen razón! ¡A nadie le gusta que se metan con las cosas que tanto trabajo le ha costado adquirir!
Z: –Por eso mismo, ante una sociedad tan preocupada por su propiedad privada, nada mejor que un personaje que apela a la seguridad de esa propiedad privada. He allí su atractivo.
X: –Que poco tiene que ver con la izquierda en verdad...
Z: –Bueno, eso es otra cosa, pero aquí nadie está discutiendo que Ebrard sea de izquierda, ¿o sí? ¿Ya me perdí otra vez?
Y: –Pero ciertamente ese es un punto que hay que...
Locutor: –Un momento, ahora pasamos a ese otro tema, pero hablabas de dos rasgos de Ebrard...
Z: –¿Eh? ¡Ah sí! Está la otra parte: todo el contacto que mantuvo con las áreas conflictivas de la ciudad (mercados, peseros, taxis, porros) cuando estuvo con Camacho en la administración capitalina. Es otro voto duro que cuenta y al que poco a poco parte del PRD se acostumbra.
Y: –En eso sí estoy de acuerdo. El pasado salinista de Ebrard no se soluciona con renegar del expresidente. ¿Se imaginan la de cosas que el PRI le está reservando a Ebrard para cuando ya sea el candidato oficial?
X: –¡Y lo que Ebrard le sabe al PRI!. Tampoco hay que olvidarse de eso.
Z: –Alacranes picando a alacranes. Es que como diría la fábula, está en su naturaleza.
Locutor: –Entonces sí, Ebrard será el candidato del PRD, pésele a quien le pese. Tenemos un minuto para concluir el programa. ¿Alguna opinión final?
Z: –Será candidato, lo cual no quiere decir necesariamente que gane. Y si sucede, habría que pensar en lo que eso significa: un talento extraordinario por parte de AMLO, y por otro, una sociedad dividida en dos grandes rubros: uno corporativo y otro feliz de que se le garantice la seguridad de su propiedad privada.
X: –Sí, Ebrard será candidato. No por las razones que mi estimado colega aduce. Más bien porque el aparato partidario es bastante débil y obedece aún a los impulsos caudillistas de AMLO.
Y: –De acuerdo. La pregunta es ¿votaremos por él?
X: –El voto es secreto...
Z: –Si soy coherente con mis preferencias políticas, debiera votar por quien va a perder... siempre voto por quien pierde. Así que tal vez votaré por el peor candidato para no perderme la oportunidad de pensar: a la otra, será a la otra...

Que Dios te bendiga

Meditándolo creo que no se encuentra mejor patente de corso que aquella frase tan católica: “que Dios te bendiga”. Porque la bendición divina lo puede todo, lo mismo otorga la confianza y legitimidad para actuar de manera dudosa que incluso enmienda cualquier el error, por lesivo que éste resulte para los demás.

Así termina un exsecretario de gobernación mexicano su perorata en un debate somnoliento: “que Dios los bendiga”, como diciendo: “que Dios los ilumine para que tomen la decisión correcta que, por supuesto, soy yo”. Entre interés privado, imperialismo que pretende imponer aquellos intereses como los únicos verdaderos, y un Dios convenenciero que está allí para bendecir logros y glorias y perdonar fechorías, nos encontramos de lleno con un muro de lamentos invertido: que Dios perdone tu necedad de negarte a ser explotado, engañado, humillado... Lamento que entre los poderosos se extiende como convicción desde Gaza hasta Nuevo Orleáns, en dirección oriente y en dirección occidente. "Que Dios los bendiga" dicen esos poderosos para que Aquel nos exonere de nuestro desatino o de la tentación inconforme...

Pero algo hay que decir en descargo de los corsarios. Ellos surcaban los mares mostrando a diestra y siniestra su patente de corso que les otorgaba legitimidad jurídica para entrar a saco en poblaciones enemigas. La única diferencia, y a decir verdad fundamental, es que al menos aquellos ponían en riesgo sus vidas, y no únicamente sus bolsillos, como pasa con los mercenarios de hoy disfrazados de políticos. Ni siquiera esa dignidad pueden presumir, aun cuando todas las mañanas reciban la bendición de una mano pretendidamente santa...

En estas circunstancias, negarse a esa bendición es una cualidad antes que ateísmo.

lunes, septiembre 05, 2005

La superficialidad

La búsqueda de la felicidad, dice un personaje femenino en La decadencia del imperio americano, es un claro síntoma de la decadencia del imperio, de todos los imperios, de cualquier imperio, en particular del imperio americano. Sólo que a diferencia de otras épocas, afirma Denys Arcand –escritor y director de la película– a través de sus personajes, actualmente esa felicidad parece consistir en un hedonismo sexual desmesurado (si es que un concepto así existe). En otras palabras: la felicidad no está en ni con los otros, sino en la posición ancilar del individuo con respecto al sexo. Goce puro sin vínculo real con quien se comparten líquidos, olores e incluso enfermedades. Ni siquiera se trata de poligamia: la circulación incesante no ata más allá que a su propio vértigo.

Lo curioso son los personajes: historiadores todos ellos, algunos con doctorado, otros meros ayudantes, otros más eternos asistentes. La historia –afirma uno de ellos– es un asunto de números. Números de contactos sexuales puede decir el espectador, porque ¿a qué otra cosa se puede referir semejante noción? Ni en sus peores momentos la historia cuantitativa llegó a sostener tesis tan precaria.

Números. Ocho historiadores se reúnen a comer en una casa de campo de uno de ellos. Casa de campo que es producto de la incesante productividad de los esfuerzos académicos de cada uno, aunque esa productividad poca relación guarde con la calidad de lo producido (estímulos le llaman en la universidad mexicana): uno de ellos dice resignadamente que nunca será Braudel o un Toynbee, pero tiene casa de campo y muchas experiencias sexuales. Y es aquí donde aparece lo escalofriante. La mayoría de ellos carecen de perspectiva. En todos sus relatos, tan concretamente asociados al coito, hay una notable falta de profundidad: ni siquiera se otorgan la posibilidad de una reflexión sobre el sexo, todo queda en el anecdotario. Lo evidente es que la suma de anécdotas no forman historia ni provoca a la memoria. Los sucesos son, según Braudel, la punta del iceberg de las estructuras. Pero estos historiadores no ven más allá del suceso anal, vaginal, oral. Por eso sus pocas reflexiones históricas son tan superficiales (pero altamente recompensadas): que por número los negros africanos ganarán (¿qué?, quién sabe), que los negros norteamericanos perderán; que hay más fuentes oficiales que fuentes alternativas; que Caravaggio y sus cuadros ma-ra-vi-llo-sos...

La crítica de Arcand es certera. Para cuando la película se hizo (1986) estaban en su apogeo los famosos baños oscuros en los que se daban infinitos contactos sexuales con desconocidos y que sirvieron para la propagación incontrolada del SIDA. Hay algo de terrible en esa “liberación sexual” que se convirtió en mercancía de circulación incesante. Como los pésimos artículos y libros que los “pilones” sancionan en función de su incesante circulación. Como ese saber superficial que circula incesantemente en las universidades y centros de saber.

Esa es la verdadera decadencia del imperio americano: su obstinada superficialidad que contagia cual epidemia sexual al mundo. ¿Qué lugar tiene en ese mundo Simmel y su proclamación filosófica? Haríamos bien en recordarla, sea cual sea el saber al que cada quien se dedique:

“...que lo esencial de ella [de la filosofía] no es, o no es únicamente, el contenido que se sabe, se construye o se comparte, sino una determinada actitud intelectual hacia el mundo y la vida, una forma y modo funcional de abordar las cosas y de tratar íntimamente con ellas”.

Sea pues. A la circulación incesante habría que oponer el paso sensato que no deja romper los´puentes con los otros, que no deja espacio a la desvinculación entre saber y hacer, que no da tregua a la profundidad por una más cómoda superficialidad.

viernes, agosto 12, 2005

La nueva droga

Asisto a la presentación de una revista, una de esas revistas apoyadas por el INBA y por Conaculta. Asisto pensando en que tal vez el asunto valga la pena; después de todo solamente unas cuantas publicaciones tienen el privilegio de presentarse en Bellas Artes. De manera muy gratuita supongo que por tener lugar en un recinto cuasi sagrado, la sala Manuel M. Ponce, encontraré aliento intelectual de monta para un tema muy actual: las drogas. Ruvalcaba no me interesa en lo más mínimo pero sí José Luis Cuevas, el legendario autor del mote que después pasaría a ser dominio público: zona rosa. Pero ni uno ni otro llegan a la presentación.

Para mi sorpresa inicial, el evento comienza con un performance. Recuerdo haber visto al actor en la facultad de Filosofía y Letras. Su larga caballera coronada por una calvicie prematura es inconfundible. También creo haber visto a la violinista que acompaña el acto. No sé por qué su modo de tocar me hace evocar a Benito Bodoque, el de Don Gato, cuando lo confunden con Lalas lolos la.

Así, pues, mi sorpresa inicial sufre una rápida y radical transformación. Siento náuseas. No sólo porque el performance comienza de manera muy parecida a una vieja obra de teatro que vi cuando niño en el Poliforum: dos asistentes, en realidad actores, inician una pelea verbal, llamando la atención del público sobre el tema del performance, que en este caso es el de las drogas (así mismo tema central de la revista a presentar). También por la tónica que anuncia: “¿Alguien tiene algo para calmar mi síndrome de abstinencia?”, grita desesperado uno de los actores. Y como nadie le responde, huye de la sala. Ese es el punto de quiebre: habría que ser demasiado imbécil como para no saber lo que vendría después...

Performance con moralina: las drogas esclavizan. Se llega a ellas con el pretexto de la búsqueda interior y se acaba adicto, así, en fast track. Dice el actor-adicto con voz quejumbrosa ante un espejo que le regresa su propia imagen: “Tan sólo quería una vida tranquila, por eso me escapé de la gente” y se entiende que cayó en las drogas. El pobre adicto ya no sabe nada de nada, ni de sí mismo ni de nadie. Acaba tirado, encadenado, persiguiendo un sueño que lo elude. Se levanta, pasea el espejo frente a la gente, y dice algo así como que “Nosotros no somos los únicos enfermos, veánse ustedes mismos”. La gente, tan fácil para batir palmas, le ofrece un atronador aplauso. Cuando se hace el silencio, el mismo actor concluye: “Recuerden que hay creatividades destructivas y creatividades constructivas”.

No soporto más y me salgo. Afuera de la sala, mientras hojeo el ejemplar en cuestión, alcanzo a escuchar la presentación que de la revista hace la escritora Laura Esquivel. Me quedo helado. No dice nada del tema pero sí del nombre de la revista. Y pura evocación de cuando en esta ciudad las calles tenían otro nombre, “nombres preciosos”, dice. Casi lo mismo sucede con el siguiente presentador, cuyo nombre me escapa. Con docto tono habla de la política cultural de este país y de la importancia de las revistas. Punto. ¿Y el tema de las drogas? Bien gracias.

Dejo Bellas Artes desolado, con naúseas. Me dan ganas de unirme a la lluvia y llorar un rato. ¿Será que el simulacro llegó para reinar por largo tiempo? Me queda claro que la nueva droga ni siquiera necesita de una presentación física y estimulante: ahora es etérea y se cobija en contextos acríticos e insulsos.

Por lo menos sé que hasta ahora no soy un adicto. La naúsea es en este caso un saludable síntoma.

martes, agosto 02, 2005

Te conozco

–Te conozco –dice el taxista, despertando las alarmas interiores. Porque en esta ciudad no es frecuente que un taxista diga eso cuando en la madrugada maneja por una calle solitaria y oscura, con un auto siguiéndole los pasos.

Por mi cabeza desfilan las opciones de manera vertiginosa. Bajarse rápidamente de la unidad para correr por las calles de una colonia cuya fama violenta y delincuente es por todos conocida, no parece ser la mejor opción. Además, ya es común que los asaltantes vayan tras las víctimas y les disparen por cobardes. Ya se sabe: les exaspera que los asaltados sean codos y cobardes.

La otra opción es darle un golpe preciso al conductor. A mi alcance está su sien. Recuerdo una pelea en la secundaria, cuando uno de los porros que con frecuencia nos molestaban recibió un golpe así. No sólo se desplomó; gritaba desesperadamente por su ojo, que supongo resultó seriamente lesionado. Pero qué ganaría con ello. Si acaso que el taxi chocara. Y el problema sigue siendo el mismo: cómo sacudirse a los cómplices.

Poco a poco voy entendiendo que no hay opciones. Me digo que llegó el momento de mi secuestro exprés. Recuerdo bien el anterior, cuando el conductor apuntaba su pistola 45 a mi rodilla izquierda, preguntándole a su compañero: "¿Y si le disparamos a este cabrón?".

Mentalmente hago sumas y restas, para saber cuánto se pueden llevar en esta ocasión. La cantidad molesta a mi de por sí ya molesto bolsillo que sólo sabe de deudas. Además, nada más de pensar en reportar tarjetas robadas me mata de güeva. Pero muy filosóficamente me digo: “ni modo”, al estilo yucateco.

–Mas vale que no –respondo al taxista, sosteniendo la mirada que me echa por el retrovisor–. Por tu bien, por el bien de tus cosas, por el bien de tu familia, por el bien de tus amigos, sinceramente espero que no me conozcas –le digo tranquilamente, con esa tranquilidad del que sabe su destino cierto: un secuestro exprés, algunos golpes, mucho maltrato.

Veo cómo una duda cruza por sus ojos. A saber qué habrá pensado. Vuelve a acelerar, no obstante el intercambio de luces que el auto de atrás hace, como recordándole que hay un asunto a tratar en esas calles solitarias y oscuras.

–Déjame aquí, por favor –le solicito.

Pago el monto que me dice, y sigo caminando a mi auto. Imagino que los cómplices desistieron al ver la patrulla frente a la cual descendí.

Pocas veces me ha inquietado tanto que alguien me diga “te conozco”.

domingo, julio 31, 2005

De yippie a yuppie

Ya es costumbre encontrarme entre jóvenes y no tan jóvenes este cuestionamiento: ¿qué le pasó a la izquierda? O peor aún: ¿es que acaso existe algo así como la izquierda? Preguntas hechas con desesperación, con cierto aire de reclamo ante la triste realidad de nuestro país. Por más que abunden las proclamas, lo cierto es que la izquierda se aparece ante la mirada como un fantasma, sobre todo cuando ésta se fija en los procesos electorales. Y lo que es peor, todo parece indicar que lejos de tratarse de un asunto particular, en realidad se presenta constantemente en América Latina y en el mundo.

Cuando la desidia no se cobija en balbuceos como respuesta, dan ganas de clavarse en las entrañas de una historia cuya complejidad parece volverla refractaria a toda aventura explicativa. Pero las dudas siguen allí, como heridas supurantes. Tal vez por eso se siente la urgencia de encontrar respuestas, por incipientes que éstas sean. He aquí una que bien valdría la pena explorar en toda su magnitud.

1967. Un año antes de la conmoción estudiantil que sacudiría varias partes del mundo. Los inseparables amigos Abbie Hoffmann y Jerry Rubin fundan el Youth Internacional Party (YIP). Así irrumpen en la opinión pública los yippis, militantes de un partido que proclama un modo de vida distinto. Hoffman y Rubin, los yippis todos, por ejemplo, organizan en Estados Unidos las protestas y movilizaciones opositoras a la guerra de Vietnam. Acciones memorables, si le hemos de creer a Norman Mailer en su novela Los ejércitos de la noche.

18 años después, Cohn-Bendit, “Dany el rojo” del mayo francés del 68, los busca para entrevistarlos como parte de un documental que pretende, también, saber qué pasó con La revolución y nosotros, que la quisimos tanto (título del documental hecho libro). Bendit no sólo los encuentra separados, cosa natural por el paso del tiempo, sino completamente distanciados.

1985. Pese a haber vivido clandestinamente algunos años y pasar dos en la cárcel para volver a la “normalidad”, Abbie Hoffmann conserva un poco de su actitud rebelde y contestataria que lo volvió famoso por aquellos años de finales de los sesenta y principios de los setenta. Sin embargo, en su vida predominan las nuevas responsabilidades: las de la familia y la de la edad. “Me he convertido en un militante viejo”, dice Hoffmann. Más adelante, haciendo un recuento de lo que ya no existe, afirma:

“Hace años que no tomo drogas, aunque sigue gustándome la música y todo lo demás. Por cierto, ahora es diferente. Ya no hay contracultura donde apoyarse para provocar una toma de conciencia política. Lo único que hoy tiene una dimensión política en este país es la cultura latinoamericana”.

Por su parte, Jerry Rubin no conserva absolutamente nada de los años contestatarios. Todo en él ha cambiado: su atuendo, su corte de cabello, sus ideas, e incluso sus señas de identidad. La tarjeta de crédito American Express (no salga sin ella) lo identifica. Es más: la anuncia y promueve con regocijo. Tal vez lo único que en él prevalece es el ánimo fundador: en 1980 funda el movimiento yuppie, esos jóvenes empresarios norteamericanos que tan bien retratan Bret Easton Ellis y Louis Auchincloss. De hecho, su trabajo consiste en organizar “parties” para ejecutivos dinámicos en las que se intercambian tarjetas de visita, se fijan citas, siempre buscando ganancia, presumiendo lo que la moda dicta.

Las actuales ideas de Rubin son esclarecedoras: “...la gente que se rebelaba a lo largo de los años 60 es la que hoy dirige este país. Y ya que somos la nueva mayoría de este país, ¿por qué habríamos de protestar entonces?”. Palabras inquietantes para quien dice haber sido detenido 36 veces en su época contestataria. Y por si fuera poco, reitera:

“No, ya no lucho contra el Estado. No merece la pena, ya no es buena lucha. En lo sucesivo es preciso que yo sea el Estado. No yo personalmente, por supuesto, Todos nosotros. Toda la gente de la generación de los años 60, que nos hemos convertido ahora en las masas de los años 80. Hoy en día, la mejor manera, la única manera de combatir al Estado, es reemplazarlo”.

¿Cómo? Sencillo: “Debemos inventar una filosofía del éxito que integre la democracia y el idealismo”. Ni más ni menos.

De yippi a yuppi. Este es quizá uno de los derroteros más ostensibles que siembran dudas sobre la izquierda. Se trata en el fondo de una aviesa transformación que, por cierto, no deja impoluto a Hoffmann. Después de todo, la distancia entre los fundadores del YIP conserva en las profundidades puentes alarmantes. En efecto, ambos se dedican a debatir en público sus posturas distanciadas, por lo cual cobran la nada despreciable cantidad de mil 500 dólares cada uno. En otras palabras, juegan el juego del espectáculo en una sociedad volcada al espectáculo y al simulacro. The show must go on.

2005. La historia de Hoffman y Rubin es interesante. Para tranquilizar la conciencia, puede argumentarse que tan sólo es una historia particular. No obstante, puede ser vista como un síntoma que habla de las confusas entrañas de la izquierda, o mejor dicho, de un cierto tipo de izquierda, la que ve sus orígenes en la década de los sesenta, concretamente en 1968. Ciertamente esas generaciones rebeldes llevan ya rato en el poder. Y también llevan rato elaborando los mitos adecuados para construir su propia legitimidad. En el camino parecen haber perdido la brújula, resignándose a entenderse como triunfadores: “Lo que tú no comprendes Dany –le dice Rubin–, es que nosotros ganamos en los años 60. ¡Ganamos! América está desactivada. América es antmilitarista. Ahora podemos llegar más lejos”. ¿Qué sigue? Por acá muchos dirían que ganar las siguientes elecciones (reemplazar al Estado)...

Las preguntas siguen allí. Doliendo. Quizá antes que todo habría que partir de un hecho fundamental: la izquierda no es solamente contestataria. Las palabras de Hoffmann ilustran por qué, aunque lo dice de modo indirecto: la contracultura se tornó mercancía, de allí su inefectividad para generar conciencia política. No estaría del todo desatinado quien dijera que más bien está produciendo una muy singular alienación. Y para sostenerlo, bien podría traer a colación al Che vuelto icono de Benetton...

Habría que empezar por aquí: desbrozar incluso los mitos de quienes “quisieron tanto” la revolución, que la quisieron contestatariamente...

jueves, julio 21, 2005

In xa Alá

Explicando la influencia árabe sobre España, Lugones la encuentra incluso en las expresiones interjectivas. Según su decir, el “ojalá” castellano se corresponde con el “In xa Alá” de los sarracenos.

Aceptando sin conceder que esto sea así, no deja de ser interesante lo que ambas expresiones en realidad suponen. El In xa Alá, que literalmente quiere decir "¡si Dios quiere!", denota una voluntad superior que define todas las cosas: la voluntad divina, que a fin de cuentas acaba por expropiar todo acto volitivo propiamente humano. Si Dios quiere, las cosas suceden, independientemente de lo que el ser humano desee o quiera. Indudablemente hay algo de peón en ese actuar humano. En este sentido, bien se puede imaginar a Judas Iscariote, a quien Dios quiso traidor para cumplir un plan divino.

En cambio, el “ojalá” nuestro, es más humano que la voluntad divina. Cuando usamos el “ojalá”, expresamos, como lo dice el diccionario de la Real Academia, un vivo deseo de que suceda algo, esto o aquello, pero que suceda. Este deseo parece ser más abierto que la certeza de la voluntad divina, pues da cobijo lo mismo a los imponderables del trancurrir que a lo que los actos volitivos humanos pueden lograr. En nuestro “ojalá” hay algo de azar, que evidentemente es mucho menos explicable y asible que la voluntad de Dios. ¡Por fortuna!

martes, julio 19, 2005

Silencio y enfermedad

¿En verdad es necesario rehuir el silencio? Esa pregunta taladra mi conciencia. Quizá ahora resulta más incisiva porque en el relato del doctor que dice haberse muerto las preguntas y anécdotas parecen ser un desesperado intento de combatir el silencio mortal al que, paradójicamente, dice no temer. El silencio, manto que sobre nosotros se cierne.

Pero no es necesario morir para darse de bruces con el silencio. Allí estuve tendido varios días, padeciendo de una infección que me hizo recordar de manera dolorosa que tengo anginas. Si tragar fue insoportable, más lo fue hablar. Como si mi cuerpo exigiera con dolor el reinado del silencio. El dolor llegó a ser tan intenso que ni siquiera podía formular pensamiento alguno. En varios instantes recordé “La Nada” de La Historia sin fin. Me sentí como esos personajes: huyendo de lo que resulta imposible concebir a no ser por contraposición a lo que sí existe.

Mi cuerpo ni siquiera ofreció posibilidad a la palabra impresa. Fue como si mis ojos y mi entendimiento fueran impermeables al mínimo seguimiento gráfico de la lengua. Sin otra opción, me sumí en el silencio.

Fue toda una experiencia. Sobre todo porque el silencio no siempre tiene que ver con lo que se calla pero se sabe, sino con aquello que aún es imposible decir porque se ignora la palabra o el concepto preciso para decirlo. Vaya, pareciera que hay silencios que miran hacia atrás, y silencios que miran hacia delante. Silencios ambos que se anudan en el presente, que atan, invaden, enferman.

Al recuperar la salud, me vino a la memoria aquella parábola budista:

“Érase que se era un monje tan santo y tan sabio –dicen– que después de toda una vida de estudio y meditación no había dicho nunca ni una sola palabra. Todos los novicios del monasterio respetaban y reverenciaban su sabiduría, pero al cumplir los ochenta y cinco años y declinar su salud se decidieron a pedirle que hablara, por fin.

–Explícanos, antes de morir, lo que en estos años habéis aprendido y contemplado. No os vayáis sin dejarnos algo...; algo como una pista que nos ayude en nuestro estudio y nos oriente en la contemplación.

El anciano les respondió con una sonrisa, pero siguió callado. A medida que su salud se debilitaba, la impaciencia cundía entre sus novicios. Y creció el punto que, ya en el lecho de muerte, comenzaron a gritarle, a zarandearle incluso, para conseguir que soltara aunque fuera una pizca de su tesoro espiritual.

–¡No seáis egoísta y cruel! No os llevéis todo aquello que habéis acumulado y que puede servirnos como luz y guía.

Pero el anciano seguía silencioso, imperturbable entre los jóvenes que empezaban ya a maltratarlo. Y fue sólo en el momento de exhalar el último suspiro cuando dijo una palabra, su única palabra:
–¡Fuego!

Y el monasterio empezó a arder”.

Al contar esta historia, el que me escuchaba concluyó que se trataba de un íntimo llamado para poner toda la intensidad posible en cada palabra dicha. Yo creo que quizá se trata de otra cosa: recordar que detrás de toda eficacia de lo que se dice, está el silencio que es necesario desentrañar para decir algo todavía no dicho...

miércoles, julio 06, 2005

Manos de plata

La luna, aburrida de su trillado camino, tomó en sus manos un poco de plata y las hundió en el agua de la laguna. Ésta, vuelta espejo, le regresó su imagen. A la distancia, la luna encontró todo lo que de ella dicen los humanos en la tierra: el conejo que se esboza en su superficie, la hermana menor del sol que carece de luz propia, el astro menor por un acto de cobardía, el queso que hambre despierta, la incitadora de sueños entre enamorados. Las horas de la noche pasaron, y otros horizontes le llamaron. Muy a su pesar, la luna siguió su camino, perseguida a distancia prudente por el astro rey.

El sol, envidioso como todo rey, lanzó sus rayos de oro contra las aguas de la laguna. Pero la superficie del agua no quiso desprenderse de su tono plateado. Será que en la noche se operó un enamoramiento o quizá que los sueños melancólicos de la luna anidaron profundamente en la laguna, pero poco a poco, ese tono plateado subió a los cielos, tiñendo las nubes. Parecían nubes de mercurio. Sorprendido, el sol decidió esconderse tras ellas, sin ánimo de mostrar su rostro.

La laguna no dejó de ser plateada durante todo el día. Por la noche la luna tampoco apareció. Toda la superficie de la tierra no era mas que plata. Incluso los rayos parecían meros destellos plateados. Y entonces llegó la lluvia.

Incluso ahora, cuando esto escribo, se ignora si el día amanecerá de otro color. Nadie sabe el motivo de este día extraño...

viernes, julio 01, 2005

El mago de las palabras

Así sucede. Tomo este sombrero y saco sin más las palabras que necesito. Con ellas formo las ideas que demandan expresarse. Así nada más, como un acto de magia. ¿Por qué no lo intenta? Mire, hagamos juntos el ejercicio. Vamos, meta la mano. Al principio no sentirá nada, únicamente el vacío; después de todo tan sólo es un sombrero profundo, demasiado profundo... No tiemble. Tranquilo. Solamente cierre la mano con firmeza y asirá alguna palabra. Ande...

Veamos, ¿qué salió? ¡Ataraxia! Mmmm. Palabra interesante. ¿Sabe lo que significa? ¿No? Bueno, no le voy a facilitar la tarea. No es mi papel. En cambio, le puedo dar pistas: se la puede usar en medio de una tormenta, de un vendaval, de un terremoto –incluso de esos que son tan frecuentes en el alma. ¿Tiene alguna idea al respecto?

No, no se trata de un salvavidas, a menos que hable en sentido figurado. De hecho, no es un objeto material; por el contrario es algo más cercano a la virtud. Por supuesto que hay virtudes que fungen de salvavidas, pero por su mirar tengo la impresión de que el problema está en que usted jamás se ha abandonado a alguna tormenta ni ha padecido un vendaval ni mucho menos ha estado en un terremoto. Apuesto que usted jamás ha perdido de vista el plácido refugio de la seguridad.

Mire, para entender lo que ataraxia es, sucede que es necesario saber de tormentas, vendavales y terremotos, y para eso hay que aventurarse a los mares procelosos, hay que sacudir la propia personalidad, que no nada más es refugio, también aventura. No es un buen signo cuando hay más de presencia de nosotros en el mundo que del mundo en nosotros. En los refugios pocas cosas pasan que no sean variables controlables.

Las palabras que salen de este sombrero son solamente eso: palabras. Su significado y sentido, su uso y su comprensión, están irremediablemente anclados al continente que cada quien construye en su propio andar. La magia consiste en eso. Sálgase un poco de sí mismo y encontrará el significado de ataraxia y de cualquier otra palabra. No se crea que todo esto es tan simple e insulso como un abracadabra...

jueves, junio 30, 2005

Dead end

Palabras de un sabio vagabundo:

"El peor es el que se anuncia en el horizonte, como un nubarrón que paulatinamente crece, aumenta, hasta convertirse en una tormenta de la que ya no es posible escapar. La pertinaz lluvia comienza por minar lo más ligero, lo más superficial . Después, los cimientos de todo se tambalean sobre un terreno fangoso e inestable. Las construcciones más sólidas se vienen abajo y por más que se busque, no hay refugio o cobijo. Queda sí, el heroísmo que pretende rescatar el paraíso anterior. Queda la memoria del paisaje soleado y frondoso. Pero en las manos solamente hay lluvia. Desde la montaña más alta el panorama es de escombros, como si por nuestra alma hubiese pasado el tsunami que todos vimos por televisión. Pero el peor momento es cuando desde ese mismo horizonte lejano surge la pregunta que sigue el mismo camino que la tormenta: ¿no debí atender aquel nubarrón antes? A veces dan ganas de ofrecer perdón por haberse creído lo suficientemente fuerte y heroico para sortear la tormenta; perdón por no haber partido cuando el fin era todavía un nubarrón; perdón por haberse tardado demasiado”.

lunes, junio 27, 2005

Ballenas de metal

En ocasiones las definiciones más precisas surgen de los lugares más inesperados. “La ciudad de los muertos” dijo el niño a su padre cuando éste le informó que iban al cementerio. ¿Hay acaso un modo más certero para hablar de los cementerios? Porque lo primero que llama la atención, particularmente en los cementerios antiguos, es la sofisticación con que se construyeron los monumentos del recuerdo. Verdaderas obras de arte que ofrecen bellos espacios y adornos a cuerpos ausentes y almas de dudosa existencia. Capillas, palacios, edificios, incluso casas. O si se prefiere, bellos jarrones o modernas urnas funerarias. Por supuesto, no es el caso de los cementerios actuales, cuya lógica es irremediablemente parecida a los condominios de interés social (incluso adquiridos a crédito). El punto es la sofisticación del recuerdo que puebla el mundo de los muertos como ciudades de vivos.

Hay cementerios que por esta condición se vuelven museos. O al revés. Museos que se pueblan de cementerios. Allí están los ferrocarriles y los trenes mexicanos. ¿Qué fue de su anuncio moderno? Un lastimoso llamado de muerte. En su mayoría hoy duermen el sueño de los (in)justos. Parecen ballenas metálicas atrapadas por redes invisibles, o que encallaron sin que ningún ecologista fuera a su rescate. Esqueletos cuya menguada dignidad actual proviene, en ciertos y contados casos, de haberse convertido en piezas de museo.

Y allí están, para ser apreciados y admirados como eco de lo que alguna vez fue este país. Ruedas, calderas, locomotoras, asientos, cadenas, camas, vagones de lujo, de primera y segunda clase, vagones para el correo y para el transporte de animales. No se necesita mucho para pensar en el vapor, en la madera, en el calor, en los olores, en la extraordinaria impresión de ser más veloz que el caballo más veloz jamás visto hasta entonces. ¿Cuántas cosas no se habrán visto por sus ventanas? ¿cuántas historias podrían contar sus rieles y durmientes, sus ruedas y frenos, sus recovecos de carbón y luego de aceite? Y no sólo historias de amor o de revolución. ¿Qué nos podrá contar ese olvidado ir y venir de su camino entre montañas? Aunque para nuestro vertiginoso andar el ferrocarril sea una reliquia de dudoso recuerdo, por lo menos habrá que conceder que tuvo a su favor la parsimonia. Y junto con la parsimonia, la palabra. ¿Cuál habrá sido el color de las palabras dichas al cobijo de sus vagones, de sus asientos, de su hacinamiento, de su lento y monótono vaivén por un país que quiso, siempre ha querido, ser moderno?...

viernes, junio 24, 2005

historia

No me preguntes, no lo sé. Podría recitar una retahíla de frases que dan cuenta de la historia, y atenerme a cualquiera de ellas, e incluso a todas, para explicar mi inclinación, o mejor aún, mi decisión profesional. Es más, podría decirte, como muchos otros, que una lectura de Ivanhoe lo decidió todo. Pero no, ni Walter Scott ni Miguel Zévaco tuvieron nada que ver.

Mucho menos sé si de algo sirve. Como que tropezar de nuevo con la misma piedra es signo de que la historia no enseña gran cosa o bien no aprendemos de ella lo que debemos o lo que necesitamos. El problema, como siempre, está en quien estudia, no en la cosa estudiada. Si la historia no es un juez (por muy venerable que sea la tradición que así la ve) tampoco es una maestra aplicada que dicta, evalúa y espera que sus alumnos atentos saquen 10, colocándoles una estrellita de cinco picos en la frente. En todo caso, es el historiador el que padece de esa necesidad, por eso su vocación a la palabra, a la investigación, a la docencia, a la difusión. Decir y enseñar lo encontrado es su sino, aunque su voz no llegue, a veces y por desgracia, más allá del círculo selecto que le atiende y le entiende. Desafortunadamente muchos sucumben al fárrago como sustituto de la comprensión.

Te obstinas en que diga mis razones “personales”. Concedo a tu petición aunque probablemente te quedes en el más pleno desconcierto. Los derroteros que a ella me llevaron fueron las dudas. Dudas triviales y personales, a veces dudas vitales; dudas que no siempre pude formular correctamente. Pero todas ellas referidas a mí y al mundo en que vivo. Creo que ella es tan sólo un camino, tan válido como cualquier otro. El secreto, si es que lo hay, está en la duda. Conozco gente que no se pregunta absolutamente nada. También los hay que si se cuestionan algo, prefieren postergar la respuesta y avenirse bien al marco mundial que respuestas tiene para todo. Y están los otros, esos que Saramago, en otra circunstancia y por otras razones, define muy bien:

Viaje según su propio proyecto, dé mínimos oídos a la facilidad de los itinerarios cómodos y de rastro pisado, acepte equivocarse en la carretera y volver atrás, o, al contrario, persevere hasta inventar salidas desacostumbradas al mundo.

Creo que de gente así surgen los historiadores y los filósofos y los literatos y los músicos y.... Cada quien inventando las salidas desacostumbradas al mundo; cada quien dando mínimos oídos a la facilidad de los itinerarios cómodos. Esta es la vena del historiador. Aquí está su núcleo nervioso.

Lo que le sucede en este andar sobre las dudas es que sus horizontes se amplían, a veces de modo inesperado y aún impensable. Digo sus horizontes porque me refiero a los dos: a los del pasado y a los del presente. Si me permites una imagen, te diría que el historiador está en medio de dos abanicos que con el paso del tiempo se van ensanchando en radio y alcance, hasta volverse casi un círculo perfecto que se expande lenta pero regularmente.

Cuando llega a este punto, las respuestas del historiador son más finas, más inteligentes, más precisas. ¿Cómo no habría de tener una pretensión magisterial? Pero al mismo tiempo, corre el riesgo de paralizarse. Son tantos los “asegunes” y las “aristas” de las decisiones, que puede acabar paralizado, placenteramente escondido en su torre de cristal, ahogado en la más plena incapacidad. Yo creo que para salvarse de eso es preciso recordar lo que Gabriel Celaya escribió sobre la poesía:

Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos, dar un sí que glorifica.
Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo, estamos tocando el fondo.
Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, llevándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido,
partido hasta mancharse.
Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren,
y canto respirando.
Canto y canto y cantando más allá de mis penas,
de mis penas
personales, me ensancho, me ensancho.

Eso mismo: tomar partido hasta mancharse; ensancharse, ensancharse. Eso es lo que creo. Sustituye “poesía” por “historia” y encontrarás alguna respuesta a las preguntas que me haces. Incluso por qué la una y la otra son tan hermanas, y por qué cada una tiene sus musas.

martes, junio 21, 2005

Sin concesiones

En la selva, bosque, mar o desierto las preguntas se hacen en silencio. No son ni pueden ser prolijas. No hay concesión. Solamente concisión. Quizá porque la exhuberancia, lo tupido y la inmensidad de los paisajes se meten en la piel, se prenden de los ojos, e inundan el alma. Allí no se es nada más que un punto infinitamente pequeño que no concibe ninguna otra pregunta más grande que el espacio que se ocupa. Tampoco hay balbuceo que pueda competir con el concierto que les habita. Únicamente el silencio es lo que sale, lo que queda, lo que aferra los huesos.

De pronto da miedo no ser lo suficientemente lacónico.

Sucede que allí, en la selva, el bosque, el mar o el desierto, habitan más respuestas que preguntas. Sentado bajo la sombra de un árbol cualquiera, aumenta la sensación de que todavía no se han inventado las preguntas para todas esas respuestas que crecen como racimos o que se propagan cual fina arena o espuma. Por eso se procede por concreción. ¿Qué es esto? ¿qué es lo otro? ¿cómo habitar aquí? ¿qué hacer con esto? ¿qué hacer con aquello? ¿qué se puede comer y qué no?

Todo tan concreto como recién me lo contó aquel señor: una vez recibida la mordedura de la serpiente, pasado el susto y el enojo, la única pregunta pertinente es cómo sobrevivir. La plegaria posterior a la decisión tomada es, por supuesto, un acto de fe, pero un acto que reconoce lo impropio e incluso improcedente de algunas preguntas grandilocuentes en una realidad demasiado elocuente.

viernes, junio 17, 2005

Ruido

Sentado tranquilamente, sin hacer nada,
Llega la primavera, la hierba crece.


A veces todo se vuelve tan ensordecedor que el mundo mismo parece estar constituido solamente de ruidos. Ruidos en las miradas, en las sonrisas, en lo que se platica. Se sabe que la costumbre es un bien invaluable para el hombre, pero se vuelve mortal cuando insensiblemente, “sordamente”, el ruido se torna costumbre. Entonces el ruido pierde su cualidad negativa y pasajera para convertirse en condición de vida. A veces el frenesí surge de allí, de la vida ruidosa. El vértigo como vano intento de solución a ese ruido. De pronto se cae al abismo, y lo último que se escucha es el inconexo ir y venir de lo que ya resulta ininteligible.

Parado aquí, en el borde del abismo, el suicida recuerda algunas palabras de su infancia. Es la voz de Kalimán que acostumbraba decir: “Serenidad y paciencia Solín”. Al repetirlas encuentra algo de silencio que trae a sus ojos lo escrito por William Blake al otro lado del abismo:

Para ver un mundo en un grano de arena
y un cielo en una flor silvestre
ten el infinito en la palma de la mano
y la eternidad en una hora.

jueves, junio 16, 2005

Remembranzas 1

Campeche, Campeche a 18 de mayo de 1998.

Pensar, soñar, imaginar, recordar y enamorarse
Abuela:
Desde mi ventana veo cómo un pincel maestro juega a colorear el paisaje. Ningún amanecer o atardecer se parece en lo más mínimo. Sea la configuración de las nubes, la tonalidad de los rayos, los azules verdosos del mar y del cielo, pero siempre se presenta una variación que hace el espectáculo diferente. Hay ocasiones en que el sol es una enorme naranja asomándose por la parte trasera de la ciudad para ir despacio, pero regular, a acostarse en el delicioso colchón de nubes que le espera en el horizonte marítimo. Casi al desaparecer completamente, el atardecer se pinta de rojos, rosas y, ocasionalmente, de violeta. Según dicen, sucede de vez en cuando que justo al momento de ocultarse el sol emana un rayo violeta que se despliega en forma de abanico por todo el horizonte. No lo he visto, mas no dudo que así sea. Pero lo cierto es que el paisaje es hermoso y se presta para pensar, soñar, imaginar, recordar y enamorarse.

Por su parte, el centro de la ciudad de Campeche también es bonito. A su modo, los hombres hacen cosas que en su ámbito disputan la mirada de quienes, como yo, andan a la búsqueda de espectáculos gratuitos y hermosos. La ciudad es de una traza reticular casi perfecta, es decir, tiene calles muy rectas que la hacen verse como un gran tablero de damas chinas; sus casas, la mayoría del siglo XVIII y XIX, son altas y coloridas, aunque por dentro se estén derrumbando. En ellas predomina la arquitectura española combinada con la árabe: es común encontrar en su interior arcos trilobulados característicos de mezquitas y construcciones que invocan el cuento de las mil y una noches. En las fachadas de estas casas por lo general hay largos ventanales que permiten apreciar trabajos de herrería simples pero bellos. Sus puertas también son amplias y alargadas, en las que de vez en cuando hallas trabajos de carpintería realmente maravillosos.

Todo ello adquiere un tinte nostálgico por las noches, cuando tristes faros amarillentos se iluminan y dan a las calles una sensación de irrealidad y atemporalidad únicamente interrumpida por coches y la presencia de aparatos eléctricos. Esta percepción se acrecenta por las mañanas, cuando salen a las calles unos viejitos con sus mulas y burros que jalan carretas en las que llevan enormes tóneles de madera añeja cuyo contenido es agua de lluvia (o tal vez de algún río cercano) que van vendiendo de casa en casa para uso de limpieza y cocina. Es una delicia escuchar el eco del caminar de estos animalitos y uno no puede dejar de sonreír por lo pintoresco del cuadro y lo amable que suelen ser estos señores aguadores. Trabajan muy temprano porque cerca de las siete u ocho comienza el movimiento que da al traste con el espectáculo: en vez de mulas y caballos, motocicletas y coches; en vez de viejitos amables, niños, adolescentes, jóvenes, adultos, en las diarias tareas de la vida; en vez de las luces amarillas, la claridad de un inclemente sol cuya resolana deslumbra... Y aún así, hay partes –pocas, es cierto– apacibles y tranquilas en donde uno puede refugiarse para pensar, soñar, imaginar, recordar y enamorarse.

Cuando el clima comienza a refrescar, muchas familias suelen abrir las puertas de sus casas y sacar sillas para sentarse en la acera a platicar, saludar a los vecinos, comentar los sucesos del día con cierto tono chismosón, jugar cartas, dominó, ajedrez, lotería campechana o leer apaciblemente alguna novela, el periódico u otra cosa. En esos momentos, más que en ningún otro creo yo, conviven viejos con niños, adultos con jóvenes, y se dan el gozo de reafirmar los lazos familiares. No es difícil creer que es en esos instantes cuando los grandes transmiten a los pequeños los símbolos, los ritos, las ideas e historias de un ayer que a la mente ya vivida siempre parecen mejores, y que van creando la identidad colectiva de quienes viven aquí. A mí me gusta caminar a esas horas por las calles; créeme, andando despacio por las aceras estrechas se puede pensar, soñar, imaginar, recordar y enamorarse.

En fin abuela, lo que quiero decir es que cuando miro al sol jugando a ser una enorme naranja; cuando veo la traza de la ciudad y logro distinguir el eco de vidas pasadas; cuando me dejo invadir por la nostalgia caminando de un lugar a otro; cuando aprecio a esos señores que buscan un modo de vivir ante una realidad tan dura; cuando paso cerca de familias que se sientan en las aceras para refrescarse e identificarse con lo que les rodea, lo mismo personas que objetos e instituciones; cuando me siento a la vera de murallas, piedras y sombras para escuchar sus viejos cuentos, y cuando me instalo en cualquier banca del malecón para ver y sentir la inmensidad del mar, a menudo llegas a mi lado para decirme que esas son las mejores facultades del hombre: pensar, soñar, imaginar, recordar y enamorarse; que en ellas el hombre ve su miseria y su gloria; su mezquindad y su generosidad; sus espantosos monstruos y sus hermosos fantasmas; que con ellas inundo de significados todo lo que veo, siento, escucho, gusto, toco.

¿Dónde, cuándo me enseñaste esto? No lo sé. Supongo que en esas reuniones familiares en las que te esforzaste por enseñarnos a apreciar las cosas que están más allá de la simple mirada. Estoy seguro que sin esas largas jornadas en que dejaste parte de tu vida en nosotros, nada de lo que te cuento podría apreciar o gozar como lo hago, ni me sería posible jugar con mi imaginación o ir una y otra vez a los recuerdos en busca de respuesta a las cosas que a diario me pasan. Sin ese afán de entrega a los demás que te obstinas en manifestar, difícilmente comprendería el significado de estar enamorado, que es ser habitado por el amor a muchas cosas: hombres, mujeres, actos, paisajes, arquitecturas, ideas, quimeras, objetos, es decir, a la vida, con todo lo contradictoria, difícil y seductora que resulta. Quizá esto me lo estés enseñando ahora, a distancia, cuando ambos estamos observando el crepúsculo en el que esa enorme pelota vestida de naranja perezosamente se dirige a la cama, y decimos que aquí, frente al mar, uno puede pensar, soñar, imaginar, recordar y enamorarse, vaya, vivir, hasta que a cada uno nos llegue la hora de acostarnos en ese envidiable colchón de nubes azules que no deja al sol llegar al horizonte marítimo.

Salud, abuela. Un abrazo y un beso, tan grande como la distancia que nos separa.

miércoles, junio 15, 2005

Tras la ventana

¿Qué nombre puede tener cada barrote? Miedo, precaución, distancia, seguridad, confinamiento, introspección relativa. Son seis los barrotes que verticalmente cruzan de lado a lado el ventanal. Un ventanal alargado, como los de antes, cuando las casas de los ricos eran señoriales, majestuosas, completamente ajenas y lejanas al hacinamiento que hoy prevalece. Los techos altos, los espacios amplios y abundantes, la comunicación con la calle inocultable. Tiempos lejanos aquellos. Los barrotes son una herida memorable que lo recuerda obstinadamente.

Allá dentro se escucha el piano. Por el tono se colige que es viejo. Sus notas desprenden la pátina de lo añejo, si es que eso se puede decir de la música. Resulta casi inevitable pensar que sus teclas son ya amarillentas, algunas con grietas esculpidas por el paso del tiempo y de los dedos. Es música para ballet: parsimoniosa, serena, útil para marcar suavemente los pasos del ejercicio. Sus notas inducen a pensar en hojas y ramas moviéndose suavemente bajo la cadencia del viento; incluso en pequeños remolinos que bailan por las calles desérticas de una noche cualquiera en esta gran ciudad. Más aguda que grave, la melodía dicta su propio ritmo, un ritmo que manos, brazos, piernas, tronco y cabeza deben seguir.

Las bailarinas se duplican frente a los espejos. Sus puntas marcan la tensión de sus piernas largas, delgadas y fuertes. Sus espaldas, perfectamente marcadas y erigidas, dejan ver el arco lumbar que reta al universo geométrico. Sus brazos extendidos dulcemente a la vez que con fuerza clara, culminan casi siempre con esa postura de la mano tan inolvidable: el dedo índice ligeramente más levantado que el resto. Todas peinadas de la misma forma: colas de caballo que exaltan sus cuellos de porcelana. La barbilla, algo levantada, les da ese aspecto de desdén al mundo que muere a sus pies. No sé por qué pienso en Lilit.

Música, cuerpos en movimiento, el hálito del mundo creándose es lo que está allí, tras los ventanales. En cada ventanal hay seis barrotes. ¿Qué nombre puede tener cada barrote? Un señor se acerca y pregunta: “¿no es una lástima que seamos espectadores totalmente ajenos a lo que allí sucede?”. Lo miro largamente. Pienso que Lilit supo cómo escapar de esos y otros muchos barrotes y cárceles, particularmente de los que Dios le destinó. La música termina, las bailarinas se relajan, y yo sigo mi camino, perseguido por la idea de que la danza en algo se parece a Lilit.

lunes, junio 13, 2005

Titubeo

Siguiendo una leyenda gnóstica, Cioran afirma que “la causa de la historia sería un titubeo y el hombre el resultado de una vacilación original”. Sucede que allá en los orígenes, cuando el hombre todavía no era hombre, hubo ángeles que no supieron qué hacer frente a la lucha entre Miguel y el Dragón. La indecisión les volvió meros espectadores. Todos esos mirones desmemoriados (no recordaban nada de aquel combate titánico) fueron enviados a la tierra para aprender a optar, para redimirse de aquella incapacidad originaria para elegir un partido. Tal vez por eso, me digo yo, el mundo tiene algo de destierro, de redención, de aprendizaje en el exilio, y de añoranza por lo no recordado pero a menudo intuido.

Obligados a decidir, exigidos a actuar. Tal nuestra “condena”. Al decir de Fernando Savater es precisamente esta condición la que nos hace plenamente humanos. Pero plenamente humanos en esa condición de exilados. Porque la experiencia misma del titubeo, de la indecisión, parece recordarnos que no siempre pertenecimos a este mundo ni siempre estuvimos condenados a la libertad ni a lo que ella implica. En esos momentos ¿no percibimos lo que después la acción misma no alcanza a explicar del todo? Por eso la indecisión tiene algo de muerte simbólica para nosotros. Probablemente en aquella duda que paraliza nos viene la intuición de cuando vimos a los ángeles pelear y perplejos nos convertimos en espectadores que paradójicamente decidieron no sumarse a eso que en tierra condenamos: la guerra inútil que todo lo divide entre el bien y el mal... Es la punzada de una muerte simbólica. La indecisión es un abismo en el que permanecer por más tiempo del necesario dicta sentencia.

Actuar, decidir, para en este mundo estar...

viernes, junio 03, 2005

Fragmentos

"Busco pero no me busco", me dijeron hace algún tiempo. Modo peculiar de decirse que uno no se encuentra. Pienso en ello al estar frente al espejo. A veces un acto tan irrelevante como ese resulta tan extraño. No porque allí se refleje el Mr. Hyde que todos llevamos dentro; más bien porque el espejo devuelve sólo pinceladas impresionistas de uno mismo. Contornos difusos, meras insinuaciones que no pasan de ser manchones expresivos. Entonces nace esa sensación de ser tan fragmentario como todo.
Es una sensación indefinidamente dolorosa. ¿Cómo se reconstruye uno mismo? ¿Acaso se puede ser armador y rompecabezas al mismo tiempo? Probablemente sean estas preguntas las que obligan a buscar los fragmentos de uno mismo en aquellos otros con los que alguna vez se fue. Los esporádicos reencuentros con las amistades antiguas hablan de mí con las palabras de otros que dicen ser lo que fueron conmigo. Fragmentos retocados doblemente.
Sí. Como tocar un arpa. Cuerdas y dedos en combinación inesperada con sonidos deseados pero irreconocibles. Ecos de algo que no se puede reconocer, que cuesta trabajo reconocer. Tras la experiencia, al regresar al espejo el cuadro cambia; lejos queda el impresionismo. Ahora se parece más a una acuarela que juega inopinadamente con luces y sombras.